viernes, 17 de noviembre de 2017

General Porfirio Díaz, el héroe que México niega

En infinidad de charlas con amigos aficionados a la historia de México hemos concluido que Porfirio Díaz sería un héroe de magnitudes inigualables si su biografía hubiera terminado con su etapa como militar victorioso. Recordemos que Ignacio Zaragoza es quien es y tiene tantos monumentos en su honor porque como general victorioso y defensor de la patria murió joven. Es verdad que Zaragoza no se interesaba en política, que posiblemente de haber sobrevivido no hubiera caído en la tentación de empeñarse en ser presidente. Pero lo interesante es imaginar a Díaz muerto de cualquier enfermedad a los treinta y tantos años, cubierto de gloria como un soldado patriota y valiente, dispuesto siempre al sacrificio por los suyos. Sería, con toda seguridad, un héroe vanagloriado por los políticos y algún estado llevaría su nombre, junto con infinidad de municipios, escuelas, parques y avenidas.
Sus ambiciones políticas, sin embargo, lo llevaron a la presidencia, a eternizarse en ella y a gozar de un poder omnipotente, pero también a ser odiado y degradado tras la revolución. Sin duda eso fue lo que más le dolió. Era, como defensor de su pueblo, algo vanidoso y quería que los suyos lo recordaran como un buen mexicano, lo que dejó más que claro tras leer el texto de su renuncia. Los gobiernos postrevolucionarios, es decir el PRI, le echaron tierra a su trayectoria como militar valiente y patriota y lo catapultaron a los libros de historia como dictador asesino y enfermo de poder, estigma que le duró un siglo y que apenas, tímidamente, empieza a sacudirse.
Sin embargo, de Díaz se puede decir mucho sobre sus defectos, pero como otros lo han dicho ya de Santa Anna y quizás con poca credibilidad, de él sí se puede argumentar que por su patria peleó siempre, peleó bien y jamás contra ella. En la reciente novela de Adam J. Oderoll, Carlota y Maximiliano: la dinastía de los Habsburgo en México, el autor ofrece esa otra faceta de Díaz, la de héroe. En una historia alternativa en la que Juárez muere a media contienda y Maximiliano logra triunfar, Díaz es un icono de la resistencia republicana, y al ser derrotado por Miramón en una batalla decisiva, es pasado por las armas con el general Tomás Mejía de testigo.
Llama la atención un dialogo que tienen justo antes del fusilamiento: Díaz le pide a Mejía que sus restos sean llevados a Oaxaca, y cuando el general queretano se lo promete, se muestra satisfecho puesto que ahora tiene la seguridad de que sus restos no saldrán de México, como se suponía que harían los conservadores para que los republicanos no tuviera una tumba adonde ir a visitarlo. Al estar esperando la descarga final, Díaz dice que le habría dolido mucho ser sepultado en suelo ajeno, puesto que siempre había luchado por su patria y nunca contra ella. Y en la realidad, lejos de la ficción, ese dictador que también fue un valiente general y muy patriota, que ya octogenario en París llegó a decir que si Estados Unidos declaraba la guerra a México él volvería desde el exilio para pelear, está sepultado muy lejos de la patria que lo vio nacer. Quizás, si revisamos bien la historia, son muchos los políticos mexicanos quienes merecen más que Díaz ese destierro, algunos muy contemporáneos,  y que sin embargo descansas en su patria. 

domingo, 21 de mayo de 2017

José María Gutiérrez de Estrada, el diplomático de Dios

Mucho se ha escrito sobre el Imperio de Maximiliano en México, se le han dedicado ensayos y novelas desde el mismo epilogo de Querétaro. Apenas un año después del triple fusilamiento, Juan Antonio Mateos publicó su novela El Cerro de las Campanas, Memorias de un guerrillero, y hace apenas un par de semanas Adam J. Oderoll sacó a la luz Carlota y Maximiliano, la dinastía de los Habsburgo en México, una historia alternativa en la que el imperio logró sobrevivir a Juárez y en la que actualmente México continúa gobernado por los descendientes de la pareja que llegó de Europa. El imperio ha sido, y ya lo he dicho infinidad de veces, una fuente de literatura inagotable. La personalidad de Maximiliano, sus aspiraciones y sus verdaderas intenciones, se reedita cada generación de escritores, alegando siempre que todavía hay algo que contar.
Pero de entre tantos libros que se han escrito sobre el Segundo Imperio, la mayoría de los cuales he tratado de conseguir, no he hallado uno sólo sobre el padre ideológico, el hombre que fue crucial para que ese período de la historia de México existiera: José María Gutiérrez de Estrada.
El susodicho nació en el actual Campeche, antes parte de Yucatán, junto con el siglo diecinueve, en 1800. Quizás por nacer a acaballo entre dos siglos, siempre se le ha considerado un hombre anacrónico, con una mentalidad política desfasada de su tiempo, e incluso en el aspecto religioso se le ha tachado de medieval.
Siendo muy joven vio la independencia de México y aunque llegó a ocupar cargos importantes en el nuevo gobierno, los descalabros y la inestabilidad lo hicieron conversarse de que su patria sólo podría subsistir bajo el gobierno de una monarquía católica, encabezada por un príncipe europeo. Tras llegar a esa conclusión, que plasmó en una carta que lo llevó al exilio, echó candado a sus convicciones y las defendió toda su vida. Fue un fiel colaborador de Santa Anna, en tanto que amigo personal, pero no fue de los que se convencieron de que el general comediante fuera en realidad una opción de gobierno para México.
Ya exiliado en Europa, se la pasó de reino en reino buscando un buen príncipe católico que quisiera cruzar el Atlántico y encabezar una monarquía pegada a la frontera de los Estados Unidos. Gracias a su fortuna persona, que le permitía vivir sin trabajar, Gutiérrez hizo una amplia labor en la Europa postnapoleónica con la sola intención de  lograr que su patria tuviera una monarquía aceptada y apoyada por las del viejo continente.  Se entrevistó con personajes importantes, entre ellos el canciller de Austria, Clemente de Metternich, para conseguir consolidar sus propósitos.
Fue el destino quien después de mucho esfuerzo dedicado a su causa quizás más personal que patriótica, le acomodó las cosas para ver cumplido su sueño. Otro mexicano exiliado, José Manuel Hidalgo, Pepe para sus amigos y sin ningún parentesco con el cura de Dolores, logró convertirse en un gran amigo de la condesa de Montijo, María Manuela Kirkpatrick, y de su hija, la hermosa Eugenia. Estas dos se traían entre manos darle vuelta a Europa para conseguir el mejor marido posible para Eugenia. Y lo consiguieron. El pichón resultó ser el emperador de Francia, Napoleón III. Cuando su amiga se convirtió en emperatriz, Pepe Hidalgo, se las arregló para meterse en la corte y proponerles el proyecto de un imperio en México. Fue él quien logró traer a Maximiliano, pero indudablemente Hidalgo sólo cristalizó una idea a la que Gutiérrez de Estrada le había dedicado tiempo y esfuerzo durante décadas.
Algunos aseguran que sin Hidalgo, Gutiérrez no habría logrado absolutamente nada. Y tienen toda la razón. Hidalgo era un tipo joven y bastante guapo, galanura que al parecer disfrutaba presumir, en tanto que Gutiérrez era un viejo que desagradaba por su catolicismo anacrónico. Pero gracias a su esfuerzo de décadas para lograr la monarquía mexicana, tanto sus allegados como el propio Maximiliano lo consideraron el padre del Segundo Imperio, tratamiento por el cual, según parece, Hidalgo llegó a sentirse celoso.
Con el colapso de Querétaro, Gutiérrez no duró mucho.  Podría decirse que se fue a la tumba junto con su emperador. Hidalgo, que en ese entonces era joven, logró sobrevivir en el exilio, sufriendo a la distancia el desprecio de sus compatriotas y probando, el otrora embajador de Maximiliano ante Napoleón III, todos los sabores de la pobreza.
Los historiadores mexicanos se inclinaron por olvidarnos. Podríamos decir que el olvido fue su castigo. He buscado en infinidad de librerías, bazares e Internet, algunas biografías sobre ellos, libros dedicados exclusivamente a sus vidas, no meras menciones de medio capítulo, pero no he tenido éxito. Quizás, sencillamente, porque no las hay. 

jueves, 18 de mayo de 2017

Ni López Obrador, ni Peña, ni Calderón, un Bonaparte gobierna México

Napoleón Eugenio de Francia, destinado a
ser el emperador Napoleón IV, pero
tuvo que emigrar a Inglaterra a causa de la
derrota en la guerra franco-prusiana.
Anoche leí las primeras páginas de la novela, Carlota y Maximiliano: La dinastía de los Habsburgo en México, de Adam J. Oderoll, y para ello tuve que dejar a un lado Miramón: el hombre, de José Fuentes Mares, libro con el que llevo casi tres semanas y que no he podido terminar por exceso de trabajo.
Como ya mencioné en la entrada anterior, la novela de Oderoll es una historia ucrónica, en la cual el Imperio sí logró consolidarse, debido a una temprana muerte de Juárez, hacia 1866 (Juárez en realidad murió en 1872). Así las cosas, a México en esta historia alternativa aún lo gobiernan como emperadores los descendientes directos de Maximiliano y Carlota, sí, directos. (Y no me pregunten cómo es que ellos lograron tener descendencia).
Pues bien, los Habsburgo, en agradecimiento a aquellos que los ayudaron a consolidar su gobierno, llevan a sus herederos como miembros de su gabinete, de generación en generación. En lo poco que he leído de la novela, como hombres fuertes del actual emperador de México se menciona a los Miramón, a los Mejía, a los Khevenhüller, a los Iturbide, a los Bazaine, entre otros apellidos que lucharon del lado del imperio.
Me hizo gracia algo mientras leía, que fue lo que me llevó a escribir esta entrada. En la novela el emperador tiene como jefe de todos sus ministros a un Canciller del imperio, que al parecer guarda las funciones que debiera de tener un presidente, aunque sujetas siempre a la voluntad del emperador. Y el canciller actual, según se ve, lleva varios años en su cargo, el tiempo en el que en la historia real han gobernado Calderón y Peña (y López Obrador como presidente legítimo).
También se menciona que tras la guerra franco-prusiana, aquella que le costó el imperio a Napoleón III, éste y su familia no emigraron a Inglaterra, como efectivamente ocurrió (y donde su hijo se enroló en el ejército y murió luego peleando por él en África). En esta historia alternativa, Napoleón y Eugenia, tras perder su trono, al parecer aceptaron la hospitalidad del ya para entonces consolidado en su gobierno Maximiliano I de México. Así las cosas, el hijo no murió soltero a los veintitrés años en África, sino que vivió en México y tuvo descendencia.
Y esa descendencia se integró con el tiempo al gabinete imperial de los emperadores Habsburgo, quizás como militares y como ministros (todavía no llego a esa parte), pero la cuestión es que el actual canciller del imperio, que lleva unas funciones muy similares a las de un presidente, es un Bonaparte, Luis Bonaparte, para más señas.