martes, 31 de diciembre de 2013

Maximiliano, Paseo de la Reforma y Los Pinos

Cuando Maximiliano llegó a México pareció ser un arquitecto integro contratado por el gobierno para rediseñar la arquitectura, el urbanismo y el paisajismo de la capital mexicana. No se puede olvidar que el emperador era un vienés, y Viena es quizás la capital más bella del mundo, donde mejor se integran la arquitectura, la escultura y el paisaje. Y, por lo tanto, es lógico que la capital de su imperio no le haya gustado en cuanto la vio. Lo que sí hizo fue mentir a su hermano para que no se dijera en Europa que vivía en una pocilga, describió alteradamente la arquitectura de la Ciudad de México, proceso que siguió con muchas más cosas.
Es evidente que sus prejuicios de aristócrata pesaron mucho en Maximiliano cuando llegó a México. Se preocupó demasiado por el lujo cuando había cosas mucho más apremiantes. El monarca llegó acompañado de su arquitecto y su paisajista, a quienes inmediatamente envió al castillo de Chapultepec para que lo hicieran habitable. Palacio Nacional evidentemente no le gustó, pero se cuidó se resaltar sus características de obra gigantesca y venerable. En cuanto al castillo de Chapultepec, al parecer le agradó más. Aunque es obvio que exageró en su belleza. En una carta a su hermano Carlos Luis le dijo:

Chapultepec, el Schönbrunn de México, un encantador palacio de placer sobre una roca de basalto rodeado por los gigantescos y famosos árboles de Moctezuma.

Del castillo al emperador no le agradó lo que vio en él, si no el paisaje que vio desde él. Es cierto que visto hoy se trata del edificio indudablemente más bello de la época colonial, hay un juego de volúmenes, una total ausencia de monotonía y una perfecta integración de todos los elementos con los jardines. Pero eso se lo debe en parte al propio Maximiliano. A su llegada, se halló con un edificio en el olvido, deteriorado y rodeado por un bosque totalmente salvaje.
La condesa Paula Kolonitz, quien llegó como dama de compañía de Carlota, describió de forma un tanto dura la arquitectura capitalina. Avalada por su educación aristocrática y su vida vienesa, hizo énfasis en la falta de proporciones, la incorrecta disposición de las áreas y lo “pequeño” de algunos elementos indispensables. Con Palacio Nacional fue mucho más agresiva, desde su punto de vista, el emperador podía demoler sin escrúpulos cuanto hiciera falta de ese edificio carente por completo de belleza.
Lo que hizo Maximiliano fue darse prisa para transformar sus palacios en verdaderas obras de arte para que la noticia llegara pronto a Europa. Como le gustó más Chapultepec, se esforzó más por embellecer este edificio. Los arquitectos, jardineros y escultores trabajaron a marchas forzadas para transformarlo prácticamente en el palacio que es hoy en día. El costo fue exorbitante y alarmó a los franceses, debido a que no podían creer que el emperador gastara tanto en lujo cuando el dinero hacía falta para pacificar el país.
Maximiliano también planeó el Paseo de la Reforma, en su tiempo Paseo de la Emperatriz, pero apenas pudo ver parte del trazo de la amplia avenida. Su intención era hacerlo precisamente como lo que es hoy, una artería llena de paisajismo, esculturas y edificios importantes. Puede decirse que los gobiernos posteriores cumplieron sus deseos, aunque quién sabe si el diseño que él ya no vio le habría gustado.
Es notorio el hecho de que la residencia oficial del presidente de México está donde está por influencia exclusiva de Maximiliano, el gobernante ilegitimo que la historia oficial enseña a odiar. Al convertir él a Chapultepec en su residencia, lo transformó por completo. Al morir él, los presidentes mexicanos no vieron mal la idea de vivir en las alturas del bosque, en un bellísimo palacio único en el continente. Posteriormente, Lázaro Cárdenas, despreciando el lujo heredado por el Habsburgo, mudó la residencia presidencial a otro sitio, pero dentro del mismo bosque de Chapultepec.
Maximiliano evidentemente no tenía el carácter necesario para ser gobernante y menos de un pueblo en guerra, pero como arquitecto fue brillante. El Paseo de la Reforma y el Castillo de Chapultepec son dos muestras de ello, y casi las únicas que alcanzó a hacer. El hombre estaba invadido por un faraonísmo que hace pensar que si hubiera gobernando en paz y con dinero habría construido obras monumentales y estéticamente muy bien valoradas.
Es una lástima que los presidentes mexicano se contagien tan fácilmente de esa característica suya, y cuando debieran de entender que están donde están para proveernos de justicia y seguridad, gastan 1,300 millones de pesos en un focote de más de cien metros de altura que para colmo quizás consume más electricidad que una ciudad entera.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Pedro Páramo – Juan Rulfo

Pedro Páramo es algo así como los Cien años de soledad mexicanos, incluso, también es una obra que destella realismo mágico por todas las páginas y, por si eso fuera poco, uno de los libros favoritos del propio Gabriel García Márquez.
Hace tiempo que quería leer esta novela, mas la guardaba como quien guarda una botella del mejor coñac para un momento especial. Conocía a Rulfo por El llano en llamas y suponía que con esta novelita suya pasaría extraordinarios momentos. Me duró apenas unas horas, la empecé a leer con las expectativas muy altas y sus primeras páginas me supieron deliciosas.
Pero ya más adentrada la novela, la cosa cambió. Por momentos empezó a no gustarme, que no a aburrirme, pero al final, debo decir que Pedro Páramo, la obra maestra y también cumbre de la literatura mexicana del siglo XX, no me gustó tanto como esperaba, ni siquiera la mitad. Aunque sí me gustó mil veces más que la otra supuesta gran novela mexicana del pasado siglo, Noticias del imperio, que la grandeza sólo la tiene en sus varios centenares de páginas.
Aclaro que el hecho de que Pedro Páramo no me haya gustado no se debe a que me parezca que es una mala novela. Nada de eso. Reconozco y firmo ante notario su grandeza. Algunas partes me dejaron alucinado, pero en conjunto, la verdad no me dejó tan buen sabor de boca. Quizás en parte se debió a lo mucho que me esperaba de la novela.
Ya entrando a la historia, tenemos ese magistral inicio con Juan Preciado rumbo a Comala en busca de su padre, Pedro Páramo. Preciado no lo sabe, pero se está metiendo en un pueblo lleno de fantasmas que pronto van a reclamarlo para que forme parte de los suyos. En realidad, esas primeras páginas, con un hombre normal que sólo quiere exigir a su padre lo que le corresponde, metido de buenas a primeras en charlas tétricas con personajes que nadan en el tiempo fingiéndose vivos, son verdaderamente extraordinarias.
Lo que sigue es un montón de historias de muertos y de fantasmas que exigen su derecho a opinar, y del pasado. Casi todo en Pedro Páramo es pasado. Un pasado lleno de los sinsabores de la vida que se hace presente en un pueblo en el que ya no queda nada. Juan Rulfo dejó bien probado en esta novela la altura de su intelecto. Lástima que a mí, en lo particular, no me gustó tanto como esperaba.

sábado, 21 de septiembre de 2013

El mexicano lee pocos libros de historia

Para nadie es un secreto que en México la mayoría de la población no lee, aunque eso se compensa un poco con un pequeño porcentaje de mexicanos que leen mucho. Pero lo cierto es que en México se leen pocos libros de historia, y los que son superventas están acompañados de costosas campañas promociónales.
Aunque cabe resaltar que al mexicano sí le gusta saber su historia, pero no leerla, prefiere que se la cuenten. Y ésa es la razón por la cual matones como Francisco Villa y Rodolfo Fierro son considerados héroes. También a esa costumbre mexicana se debe el hecho de que los errores que ya se cometieron en el pasado se estén repitiendo actualmente.
Que los mexicanos no leen los libros de su propia historia es un dato que puede obtener con facilidad cualquiera que sí tenga la afición de leerlos. Hay muchos clásicos de historia que son imposibles de hallar en las librerías. Están agotados, no se editan, de algunos la última edición fue hace muchos años.
Obras excelentes de historiadores y cronistas de los siglos XIX y XX, que en su momento tuvieron buena recepción y que están avalados por serios estudiosos de la historia mexicana, de milagro los encuentra uno en bibliotecas o en librerías de viejo.
Eso ocurre porque sencillamente no son demandadas por los lectores. Si la situación fuera al contrario, se editarían con mucha frecuencia y estarían a la vente casi de manera ininterrumpida, pero como nadie quiere leerlos, los editores y libreros sencillamente no se preocupan por ponerlos a la venta.

Lee otra reseña: El dictador resplandeciente

lunes, 15 de abril de 2013

La familia secreta de Pancho Villa – Rubén Osorio


Hace poco leí este libro y me ha resultado por demás interesante. No es una biografía de Villa, sino una tesis sobre sus orígenes. El autor, Rubén Osorio, un investigador al parecer muy serio en su trabajo y bastante bien documentado, sugiere -porque le es imposible probar- que Pancho Villa era judío. Así las cosas, León Trotsky y Tomás de Torquemada ya no estarán tan solos en la lista de judíos malos.
Pero Villa no era judío en el sentido religioso y cultural del término, sino que simplemente descendía de hebreos por la rama paterna. La teoría que investigó el autor va en el sentido de que la madre del matón revolucionario, Micaela Arámbula, antes de casarse con Agustín Arango, trabajó de sirvienta en la casa de un acaudalado hacendado de nombre Luis Fermán, con quien se relacionó y el producto de ello fue Villa.
Así que la barba cerrada, negra y gruesa y el color moreno pálido que caracterizaba al más famoso revolucionario americano después del Che Guevara no era producto de su ascendencia española cruzada con morisca, sino de sus raíces hebras, al parecer.  
Ante la imposibilidad de desenterrar cuerpos para hacer pruebas de ADN, Rubén Osorio contactó a los miembros de la familia Fermán, regados por México y algunos en otros países, todos sabedores de su posible parentesco con Villa pero la mayoría ignorantes sobre su identidad judía.
Los Fermán al parecer desde que llegó el primero de ellos a México a principios del siglo XIX, proveniente de Liechtenstein, abrazaron el catolicismo para no tener problemas en un país donde entonces, e incluso ahora, no ser seguidor del Papa podía traer serios problemas.
Osorio los entrevistó a todos para recoger sus conocimientos sobre el parentesco con Villa. Ellos, en su mayoría, demostraron al autor estar al tanto de la leyenda. Villa, según los diversos testimonios, sabía sobre su origen e incluso llevó buenas relaciones con su medio hermano, Miguel Fermán, con quien lo unía un parecido físico ciertamente notable.
La investigación de Osorio, al no sustentarse más que con fotografías y una historia oral que ha pasado de generación en generación dentro de una familia, no llega a probar el verdadero origen judío de Villa, pero eso no le quita valor al libro. Vale la pena sentarse a leerlo porque de los muchos libros que hay sobre Pancho Villa éste es radicalmente diferente a los otros.

Lee otra reseña: Un viaje a México en 1864