La Coatlicue es quizás la
escultura del arte universal que menos se entiende a primera vista, toda vez
que esa primera vista también revela que tiene muchos secretos ceñidos a su
cuerpo pétreo. Algunos se han revelado ya pero muchos otros, quizás la mayoría,
podrían permanecer ocultos para siempre. Tenemos, no obstante, el privilegio de
investigar, de observarla y sacar conclusiones, siempre y cuando aceptemos que
aquello que podamos aportar sobre ella, tendrá congruencia para algunos y para
otros podría significar muy poco o nada.
Casi todo sobre ella son
conjeturas, las cuales entre más amplias y más complejas sean no quiere decir
que se apeguen por completo a la realidad. Los estudios no es que no sean
interesantes, algunos incluso están llenos de rigor académico, pero hay que
aceptar que entre la Coatlicue y nosotros existe una cosmovisión perdida,
situación que la vuelve indescifrable del todo.
El documento más antiguo que
quizás hace mención de ella, es la relación del conquistador Andrés de Tapia,
texto que sitúa su figura, ataviada de joyas cual deidad fue, en la cúspide del
Templo Mayor. Yo no encuentro en la mencionada relación la certeza o incluso la
seguridad que otras personas, apoyadas por una amplia investigación, le
atribuyen. Aun así, De Tapia nos legó un importantísimo texto que, analizado en
conjunto con otras crónicas de los demás conquistadores, nos sirve para
visualizar aspectos característicos de las esculturas del Templo Mayor, donde,
ciertamente, también cabe la Coatlicue.
Desaparecida en los turbulentos
tiempos de la conquista, fue hallada a finales del período colonial, donde aun
cuando descubrieron la importancia oculta en su mística figura llena de símbolos
casi indescifrables, los novohispanos no tenían deseos de verla, razón por la
cual la devolvieron a la tierra, reconociéndole tan sólo el derecho de
permanecer de una sola pieza pero no el de asustar a nadie.
El México independiente no
significó para la escultura una reivindicación, a penas y le valió el
desentierro. Los prejuicios y las modas que un país inseguro quería copiar de
Europa, le valieron décadas y más décadas de ostracismo estético, no obstante
que los estudiosos, sabedores de su importancia y a veces incluso de su
belleza, sí se ocupaban de ella tratando de arrancarle sus secretos. Ese olvido
del pueblo y la atención de quienes voltean a verla por motivos meramente
académicos, a pesar de la revolución estética y cultural que se dio como
resultado de la revolución armada de principios del siglo pasado, siguen
acotando mayormente su importancia simbólica, artística e histórica.
Así pues, escribir sobre la
Coatlicue es una labor nada sencilla. Es una escultura que sí bien tiene mucho
qué decirnos, comprenderla del todo resulta una tarea muy compleja. Sobre ella
se vale equivocarse, se vale rectificar y se vale debatir. Dada su infinita
complejidad, una escultura como la Coatlicue merece leyenda y merece mito, y
merece también diversas interpretaciones tanto simbólicas como estéticas.
Acertadas o no, a fin de cuentas le hacen honor a su importancia.
Libro de Adam J. Oderoll, el texto anterior es el prologo de la obra, a la venta en Amazon
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