viernes, 21 de septiembre de 2012

Las aventuras del mariscal Achille Bazaine en México


En Francia el mariscal Bazaine es considerado un traidor por haberse rendido sin pelear ante los prusianos, lo que adelantó la derrota de los galos ante el temible ejército alemán. En México esa última etapa de su vida poco importa a los historiadores, porque aquí hizo suficiente para que se tenga de él una imagen muy diferente de la que tiene sus compatriotas.
Bazaine llegó a México como subordinado del general Forey, antes de la segunda batalla de Puebla. Su primera acción importante fue vencer al general mexicano Ignacio Comonfort cuando intentaba llevar provisiones a los sitiados. Eso le sirvió para que desde Francia Napoleón III lo viera con buenos ojos.
Cuando por la larga lengua del hijo bastardo de José María Morelos, Juan Nepomuceno Almonte, y del embajador francés Saligny, el recientemente creado mariscal Forey cayó en desgracia, el emperador de Francia eligió a Bazaine para que ocupara su lugar. Fue el encargado de recibir al emperador Maximiliano y de ponerlo al tanto de la situación real del país.
Las relaciones entre Bazaine y Maximiliano casi siempre fueron malas, a pesar de que fueron compadres. Bazaine se negó rotundamente a dejar de ser el hombre más importante de México, no permitió que Maximiliano creara un ejército que podría no estar bajo su mando y eso ocasionó que el Habsburgo jamás tuviera con que defender su Imperio.
Pero más interesante que sus proezas militares, que después de Puebla se limitaron a gastar una fortuna de la época en derrotar a un reducido ejército de Porfirio Díaz en Oaxaca, fue, para los mexicanos de entonces, su enamoramiento de una jovencita que podía ser su nieta.
El mariscal no era soltero. Era viudo. Su esposa, una ex prostituta a la que había reivindicado no de la mejor manera, le puso tamaños cuernos aprovechando que estaba batiéndose como león en México. Ante la perspectiva de que Bazaine pudiera enterarse, su mujer optó por la opción del suicidio.
Bazaine entró en un terrible período de depresión. El propio Napoleón prohibió que en un principio se le avisara sobre sus cuernos. Para levantarle el ánimo, lo hizo mariscal de Francia. Al poco tiempo el ya mariscal se enamoró perdidamente de una jovencita mexicana a la que le llevaba una considerable cantidad de años. Se llamaba Josefa de la Peña y Azcárate, pero de cariño la llamaban Pepita. Aunque pertenecía a la clase alta, su familia estaba empobrecida, así que no le quedaba más opción que buscarse un marido bien situado, como por ejemplo un mariscal de Francia, sin importar ¡cuantos años tuviera éste!
No poca gracia le encontraron los mexicanos vecinos de Pepita al hecho de que Bazaine se paseaba por la calle acompañado de toda su oficialidad esperando verla asomada por la ventana. El carácter le mejoró mucho y poco faltó para que fuera a correr dando saltos por las jardines cuando le concedieron la mano de su amada.
Cuando se celebró la boda, Maximiliano, para poder ganarse por fin al mariscal, le regaló el palacio de Buenavista, deferencia que, después se vería, no sirvió de nada. Bazaine continuó con sus modos de combatir la guerrilla juarista que no daban más que escasos frutos.
Lo que sí hizo bien fue cumplir con sus deberes de esposo, aunque con su peso y su edad ya no le resultaba sencillo. Sus subordinados notaban el exceso de sueño que traía todas las mañanas y su propensión a buscar pretextos para regresarse a su casa. 
Tuvo cuatro hijos con Pepita. Dos nacieron en México y a tres les buscó excelentes padrinos. El primogénito fue ahijado nada menos que de Maximiliano y Carlota. La única hija del matrimonio se llamó Eugenia, como su madrina, la emperatriz de Francia. El último de sus hijos, el que ya no alcanzó a nacer en México, llevó el nombre de Alfonso en honor a su padrino, el rey de España Alfonso XII.
Al quedar marginada la familia en Francia por la traición de Bazaine en la guerra contra Prusia, Pepita emigró a México. Su hijo Alfonso llegó a formar parte del ejército mexicano en el Porfiriato. Pero fue dado de baja por querer defender la actuación de su padre durante el Imperio.
Pepita, vestida de heroína al sacar a su esposo como una amazona de una cárcel en Francia, volvió a su patria totalmente empobrecida, pero con la manía de querer hablar siempre en francés. Murió en la más absoluta miseria, después de haber sido en México, por un corto período de tiempo, más influyente que la mismísima emperatriz Carlota.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

La segunda batalla de Puebla


Después del 5 de mayo de 1862, tras perder los franceses la batalla al intentar tomar Puebla, Napoleón III y Juárez cambiaron a sus comandantes. Napoleón comprendió que el conde de Lorencez no podría llegar muy lejos y envió para sustituirlo al experimentado general Frédéric Forey. Juárez confiaba más en su fiel general Zaragoza que en su mano derecha, pero tras morir éste inesperadamente por una angina de pecho lo sustituyó por un general menos capaz y su rival en las pasadas elecciones presidenciales.
El nuevo comandante del ejército mexicano era Jesús González Ortega, un general que en realidad no era tal. Había estudiado abogacía, pero las circunstancias de la época, con su país lleno de revoluciones, lo obligaron a tomar las armas. Un autentico anticlericalista y antimonarquista es lo que indudablemente sí era. En la ciudad de San Luis Potosí un año antes había mandado derribar hasta la última piedra de un templo que tenía una corona de rey en el capulín. No era precisamente juarista y las afinidades ideológicas entre ambos no eran muchas, pero ante las circunstancias tan críticas en ese momento se llevaban bien, tanto que Juárez le había dado el mando del ejército que habría de defender al país de la invasión extranjera.
El mencionado ejército no era muy numeroso, pero sí el más grande que se había reunido para una sola batalla en el México independiente: 21,000 hombres. Los franceses eran más, Napoleón ya no quería otra humillación y mandó a México considerables refuerzos. Sus tropas se componían de 28,000 efectivos. A éstos había que sumarles el ejército que los mexicanos monarquistas y aliados de los franceses habían dispuesto para luchar contra sus compatriotas, que consistía en una cantidad nada despreciable de 7,000 soldados.
La batalla comenzó el 20 de marzo de 1863, con combates verdaderamente crueles y prolongados, algunos duraban toda la noche, dentro de la ciudad y a bayoneta. Puebla pronto fue un sembradero de cuerpos insepultos de ambos bandos. Forey y González Ortega solían hacer treguas para intercambiar prisioneros, los mismos que pronto volvían a combatir y a dejar el pellejo en los muchos cambos de batalla que había en la ciudad.
La situación para los mexicanos pronto tomó tintes drásticos, las municiones y la comida disminuían con mucha rapidez. Los ciudadanos de Puebla, al no poder salir porque los franceses lo impedían a cañonazos, se estaban muriendo de hambre. La intención de Forey era precisamente rendir a González Ortega por la presión que causaban los civiles con sus muchas carencias.
Sin embargo, el general mexicano continuó resistiendo y mostrándose apático ante las suplicas de las familias poblanas, que ya querían, antes que cualquier otra cosa, comer. La situación para estos desdichados cambió cuando a los mexicanos se les terminaron las municiones. González Ortega comprendió que ya no podría seguir peleando. Mandó destruir hasta el último fusil que hubiera podido ser útil a los franceses y se rindió. Habían pasado dos meses desde el inicio de la batalla. De los 21,000 soldados mexicanos quedaban 9,000 rostros hambrientos y demacrados. Cuando Forey vio a los oficiales de más alto rango se quedó sorprendido. Eran todos muy jóvenes, además de sastres, seminaristas, abogados y muy pocos militares en realidad.
Ésa fue la segunda batalla de Puebla, de la que nadie habla porque se perdió. Pero se perdió porque el ejército mexicano era más reducido que el invasor, no había armamento suficiente y la preparación de los oficiales, de los que tomaban las decisiones importantes, era casi inexistente. Lo que hubo ahí fueron valientes, muchos que abandonaron su oficio para ir a defender a su país, y ellos sí merecen ser recordados.

sábado, 15 de septiembre de 2012

La Batalla de Puebla, ¿proeza exagerada?


Me refiero a la primera, la del 5 de mayo de 1862, porque en Puebla hubo dos. La primera duró menos de un día, la segunda duró dos meses, los mexicanos dieron muchas más pruebas de valor y se derramó mucha más sangre. Pero como al final se perdió, casi nadie  quiere mencionarla.
En la primera, la que celebran hasta en la Casa Blanca, los ejércitos fueron mucho más reducidos que en la segunda. En números cerrados, el general Ignacio Zaragoza tenía a su mando 5.000 hombres. Muchos no habían desempeñado nunca el oficio de soldado, otros tantos no hablaban español y muchos otros andaban descalzos y con el estomago si no a medio llenar vacío.  
El armamento que tenían era muy precario e insuficiente. Los artilleros no tenían un arma maniobrable, así que si su cañón era inutilizado ya sólo podían morir como valientes o correr como cobardes sin la posibilidad de defenderse. La única ventaja que tenía Zaragoza era que estaba protegido en los fuertes de Loreto y Guadalupe, y la aprovechó muy bien.
Del lado francés, el conde de Lorencez tenía 6.500 hombres, todos soldados de oficio y veteranos de la reciente guerra contra Austria. Su armamento también era de primera calidad y tenían todo el que les hacía falta. El problema de ellos era su comandante, Lorencez, un hombre profundamente vanidoso que no creía que los mexicanos pudieran plantearle un problema serio.
Nada más empezó la batalla quedó en evidencia algo que todos vieron menos Lorencez: que Zaragoza tenía un ejército débil, pero no tanto, y que de tonto no tenía un pelo. Para su fortuna, Lorencez demostró tenerlos todos. Durante el transcurso de la batalla ordenó ataques que si no fueron absolutos fracasos se debió al valor de sus soldados, desafió negligentemente a la caballería mexicana, que le dio no pocos sustos, y, el colmo de la idiotez: puso su mejor artillería a disparar, sí, pero a una distancia a la que no podía alcanzar a su enemigo. Hasta Napoleón III lo supo y no lo podía creer. 
Lo mejor que hizo Lorencez fue entender que había perdido a tiempo, y eso lo obligó a retirarse, pero en orden. Porfirio Díaz quiso seguirlo con la caballería, pero Zaragoza se lo impidió. Era un general inteligente y sabía que cuando un ejército se retira ordenadamente puede defenderse. Santa Anna, muchos años atrás, por no saber eso perdió una pierna.
Las bajas francesas fueron, en números redondos, de 500 hombres, pero no todos muertos. Aun así los franceses comprendieron que no podían subestimar a su enemigo e incluso que todo el ejército expedicionario corría peligro si Napoleón no enviaba pronto refuerzos y cambiaba de comandante.
Muchos historiadores opinan que si bien Zaragoza tuvo gran merito, no podía perder esa batalla. No era  posible que  6.500 hombres fueran capaces de llegar hasta la mismísima capital y poner su bandera encima de Palacio Nacional. Todo invita a pensar que Zaragoza, valiente y buen militar, hizo bien su trabajo, pero no una proeza irrealizable.
Lamentablemente al joven general -tenía 33 años- se lo cargó una angina de pecho poco después de vencer a los franceses. Hizo mucha falta un año después, en la Segunda Batalla de Puebla, pero ésa es una historia que merece entrada aparte.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Oro, caballo y hombre – Rafael F. Muñoz


Ayer subí una reseña del magnifico aunque escalofriante relato La fiesta de las balas, que es una excelente obra para comprender lo que es y lo que no es una revolución, proceso donde las vidas valen lo que los caudillos quieren que valgan guiados por su estado de ánimo.
Oro, caballo y hombre es otro relato que tiene como protagonista a Rodolfo Fierro, precisamente en los minutos previos a su muerte en una laguna cerca de Casas Grandes, Chihuahua, el 13 de octubre de 1915. El autor es Rafael F. Muñoz y aun con lo mucho que me gusta su biografía de Santa Anna (de la que ya hablé aquí), debo decir que este relato hace aguas si no por los cuatro lados cuando menos por tres.
Muñoz consiguió retratar con fidelidad el carácter que le suponemos a Fierro. Y sospecho que su relato generó la leyenda que dice que el hombre se ahogó después de que a su caballo se lo tragaron las arenas movedizas, porque los historiadores se inclinan por creer que lo mató el caballo al caerle encima, aunque esta versión, la oficial, poco se escucha. He llegado a pensar que era tanto el odio que había sembrado Fierro a su alrededor que sus enemigos quería imaginarlo luchando con la desesperación del futuro ahogado, un final mucho más propio para él que el simple hecho de morir instantáneamente aplastado por un caballo.
En el relato, Fierro, burlón nato del miedo y de peligros aparentemente menores, no hizo caso de los consejos de sus acompañantes al empeñarse en cruzar la laguna cuando había un lugar más seguro por donde ir. Cuando vio que  tenía sobradas posibilidades de irse al fondo de la laguna, pidió a sus compañeros, después de maldecirlos por querer darle consejos, que le salvaran la vida, prometiendo en compensación el oro que llevaba encima.
Los villistas, que siempre habían temido al Carnicero por su tendencia a matar sin motivos y sin discriminar a nadie, y también porque era el niño consentido del Centauro, le lanzaban sus reatas con muy pocos deseos de que cayeran al alcance de sus manos. Todos lamentaron la pérdida del caballo y del oro, pero nadie dijo una palabra sobre la suerte de Fierro.
El relato, sin ser malo, no se puede comparar con el que mencioné ayer. Se ve que Muñoz era un escritor con más talento en obras de largo alcance, como dejó bien demostrado con El dictador resplandeciente y ¡Vámonos con Pancho Villa!, ensayo el primero y novela la segunda que ya son clásicos de la literatura mexicana del siglo pasado.

jueves, 13 de septiembre de 2012

La fiesta de las balas – Martín Luis Guzmán


Para comprender un conflicto armado que dura muchos años, es necesario estudiarlo muy detenidamente, estudiar los motivos que lo originaron, a los protagonistas y los motivos de éstos, que no siempre son los mismos del conflicto. Pero para darnos una idea del horror y la crueldad tan propios de las revoluciones y de las guerras, a veces un relato que sólo nos brinde un fragmento de aquello es suficiente, no importa que ese relato sea por completo ficción, siempre y cuando éste bien trazado.
En el caso de la revolución más triste de la historia de México, por sus víctimas y por todas sus consecuencias que aún pagan los mexicanos de hoy a la hora de la comida, el relato que es ideal para comprender sus horrores es La fiesta de las balas, del chihuahuense Martín Luis Guzmán.
El protagonista único de este escalofriante relato es nada menos que Rodolfo Fierro, el mismísimo Carnicero, un hombre al que el fanatismo ha querido convertir en héroe aun cuando se sabe que lo que más disfrutaba hacer era matar por gusto, matar a quien fuera, matar para sembrar el miedo a su persona, matar y matar. Y lo hizo. Vaya que lo hizo. Y nadie lo castigó nunca.
En La fiesta de las balas, después de una batalla, Villa, que era tan malo como Fierro pero se las daba de bueno haciendo que el otro fuera el ejecutor, le ordenó a su matón particular despachar al otro mundo a trescientos prisioneros. Fierro, Fierrito, de cariño como lo llamaba Villa -¡vamos que entre matones también hay sentimientos!-, ideó una estrategia para probar su buena puntería, su rapidez, y al mismo tiempo cumplir con puntualidad y eficiencia las órdenes de su jefe.
La cruel maniobra consistió en echar a correr a los desdichados uno a uno mientras Fierro, como único tirador y con un asistente que le cargaba las pistolas, hacía blanco en ellos por la espalda mientras trataban de librar una cerca que les salvaría la vida.
El relato, como ya dije, es aterrador. Es ficción, claro, pero retrata muy bien a Fierro y a la revolución en general. Ese conflicto que muchos confunden por liberador costó la vida a demasiados inocentes sólo por el capricho y la retorcida ideología de algunos. Es larga la tarea de estudiarlo. Pero para comprenderlo algún pequeño texto ayuda mucho, y para ello yo recomiendo La fiesta de las balas, un relato que espanta, que conmueve, pero que está bien escrito.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

El Cerro de las Campanas: memorias de un guerrillero – Juan Antonio Mateos


Cualquiera que lea el titulo y el subtitulo de esta novela pensaría que se trata, sí, de las memorias de un guerrillero que participó de principio a fin en la guerra que causó la segunda intervención de Francia en México y que también estuvo presente, quizás hasta como miembro de un pelotón, la mañana del 19 de junio de 1867 en el Cerro de las Campanas.
Pero no es así. La novela fue publicada en 1868 y como puede verse ya entonces se aplicaban los conocimientos de marketing al titulo de los libros. Muy seguramente el escritor Juan Antonio Mateos pensó que poniéndole como titulo a su novela el nombre del lugar donde habían sido fusilados Maximiliano y sus dos generales más bravos los lectores acudirían a comprarla apresuradamente. También se aprecia que en el subtitulo mintió un poco. Él en hechos de armas participó tanto como cualquier mexicano pacífico de la época. Su experiencia como guerrillero era, por tanto, inexistente.
Fue en realidad escritor y político. Llegó incluso a ser funcionario público durante y para el gobierno de Maximiliano. Aunque después por criticarlo fue enviado a prisión. Publicó esta novela al año del desplome del Imperio, por lo que es de suponerse que se puso a escribir a marchas forzadas para capitalizar los acontecimientos recientes de la mejor manera.
Sobre la novela se pueden decir cosas buenas y malas. Quizás una de las buenas es que es demasiado extensa, cuando los superventas de la época solían ser novelas cortas como Clemencia, La Navidad en las montañas o Martín Garatuza. Mateos emprendió una empresa muy colosal en comparación con otros escritores mexicanos, al estilo ruso. Y en una novela larga existen más posibilidades de cometer errores, que los hay en ésta.
La historia está situada dentro del Imperio. Inicia cuando los mexicanos esperan la llegada de los franceses a la capital. Hay tres historias de amor sobre las que gira el argumento a lo largo de la novela. La principal la integran una joven  de clase alta que pertenece a una cómica familia y un militar republicano que se ve en la necesidad de abandonar a su amada para ir a luchas contra los franceses. La segunda está formada por una hermosa mexicana de carácter muy atractivo y un soldado francés que no tiene las mejores intenciones. Y el protagonista de la última es el propio Maximiliano, quien disfrazado de simple soldado austriaco seduce a una joven de condición humilde, hermana de un guerrillero juarista que no perdona una ofensa.
Lo mejor de la novela sin duda es la comicidad verdaderamente amena, aun para estos tiempos, que nos ofrece de principio a fin. Mateos nos regala un extraordinario testimonio del carácter del mexicano de la época, desde los afrancesados hasta los más humildes guerrilleros. Algunas partes de la obra son extraordinarias, donde el autor logró brillar con plenitud. Pero también cometió grandes errores, recurrió a ingenuidades difíciles de creer, además de otros fallos casi inaceptables, siendo él un cronista de época, como ignorar el nombre del hermano mayor de Maximiliano, a quien llama José II, o poner a la princesa Inés de Salm-Salm hablando español fluidamente, cuando en realidad ella apenas y conocía unas palabras.
Pero dejando a un lado los errores, creo que de las novelas mexicanas del siglo XIX, ésta es la que nos ofrece un mejor retrato del mexicano de esos tiempos, en todas sus facetas, por eso y por su extraordinaria comicidad vale la pena leerla.

Lee otra reseña: Con Maximiliano en México

lunes, 10 de septiembre de 2012

El último príncipe del Imperio Mexicano


Exceso de trabajo y una gripe que se ha negado a marcharse pese a que de todo he tomado me han impedido escribir una reseña o algo que considere de interés en los últimos días. Ni siquiera he tenido ánimo para iniciar una nueva lectura y me he limitado a repasar mis libros favoritos.
Básicamente esta estrada es para hablar de uno de los libros que acabo de adquirir, mas no lo he leído aún. Se trata de El último príncipe del Imperio Mexicano, de la norteamericana C. M. Mayo. Fue escrito originalmente en inglés, y aunque su autora lleva, según la breve monografía  que figura en la solapa, más de dos décadas viviendo en México y es de suponer que habla el español mejor que yo, no hizo la traducción ella, sino Agustín Cadena.
De la existencia del libro me enteré hace ya algún tiempo y algo de interés tenía en leerlo. Pero con la enorme columna de libros pendientes que tengo ni siquiera había procurado hacerme de él. Sólo que me lo encontré en una librería recientemente y decidí sumarlo ya de manera más formal a mi lista de “libros que voy a leer en un futuro no muy lejano”.
¿De qué trata? Es algo así como una biografía novelada de la infancia de Agustín de Iturbide y Green, nieto del infortunado monarca que fue pasado por las armas después de haber probado por poco tiempo las mieles de la sangre real en sus venas. Precisamente después del fusilamiento de Agustín I, la familia se mudó al vecino país del norte, donde subsistió por años con la pensión que el gobierno de México pagaba religiosamente.
Allá uno de los hijos del Emperador, Ángel, se casó con una bella yanqui de nombre Alicia. Juntos procrearon a un niño que llevó el nombre de su imperial abuelo. Cuando Maximiliano llegó a México quería conformar una verdadera aristocracia en el país. Echó mano de los descendientes de su predecesor coronado tomando en custodia a sus dos nietos pequeños: Salvador, ya entrado en la adolescencia, y Agustín, que apenas daba sus primeros pasos.
Salvador fue enviado a Francia para convertirse en todo un militar de carrera mientras que Agustín se quedó en México junto a sus padres adoptivos y al cuidado de una tía suya. Mucho se ha dicho que Maximiliano quería que uno de esos dos niños, si se consolidaba el Imperio, fuera su sucesor, pero tal versión es bastante cuestionable. En realidad todo parece suponer que Maximiliano, al no tener hijos, tenía pensado que su heredero fue un Habsburgo, hijo de su hermano menor Carlos Luis. A los nietos de Iturbide los quería únicamente como los precursores de una aristocracia mexicana que él pretendía crear. El hecho de que les haya dado el titulo de príncipe a los dos no quiere decir en realidad gran cosa. En su país de origen, Austria, el titulo de príncipe era muy común en la nobleza, apenas por encima del de conde.
En fin que los Iturbide aceptaron gustosos darle a los niños a Maximiliano. Pero la madre del pequeño Agustín pronto se arrepintió y le imploró al Emperador que se lo devolviera. Sobre todo cuando el Imperio amenazaba con colapsar. Al obtener una respuesta negativa, y al ser ella norteamericana, pidió apoyo al gobierno de su país y de esa manera el niño causó todo un problema diplomático que le dio dolores de cabeza hasta a Napoleón III.
Cuando Maximiliano vio que su Imperio ya no tenía salvación, en una época en que no sabía si escapaba del país ingobernable o se quedaba a morir con el honor puesto, decidió que el niño le fuera devuelto a su angustiada madre, quien le rogaba en una carta tras otra que se apiadara de su dolor y le regresara a su hijo.
De esa historia y de ese niño, Agustín de Iturbide y Green,  trata este  libro. Por malas experiencias no me fío mucho de las novelas históricas incrustadas en los períodos más interesantes de la historia de México. Así que espero que ésta no termine decepcionándome y poder escribir después de leerla una reseña positiva recomendándola a los amantes del Segundo Imperio. Ya está bien, por principio de cuentas, que una escritora se haya ocupada de ese trocito de historia que otros apenas  mencionan en algunos párrafos de sus libros. 

viernes, 7 de septiembre de 2012

Tras las huellas de un desconocido. Nuevos datos y aspectos de Maximiliano de Habsburgo – Konrad Ratz


De los libros sobre el emperador Maximiliano que se han publicado en los últimos años, quizás el más valioso sea éste, obra del austriaco Konrad Ratz, un verdadero experto en la figura del infortunado monarca. No quiero decir que es un libro impecable ni bellamente escrito, creo que los editores pudieron hacer más por la presentación, porque se ve que la parte que a Ratz le correspondía la hizo muy bien.
No es una biografía, pero sí un ensayo que revela detalles, como el titulo lo indica, desconocidos de Maximiliano. También aclara algunas hipótesis infundadas y sin ningún sustento histórico que otros historiadores mal informados daban por ciertas. Al revisar la bibliografía y analizar detenidamente el texto no puedo menos que darle gran credibilidad a este historiador que lleva tres décadas metido en el tema.
Algunos de los mitos que se caen gracias a la muy profesional investigación de Ratz son la supuesta y falsa teoría de que Maximiliano pagó su castillo de Miramar con la dote de Carlota, a la que en realidad nunca pudo echarle una mano encima. También con gran facilidad Ratz derriba el mito muy arraigado y que muchos creían incuestionable que decía que Maximiliano era masón.
La supuesta teoría jamás probada y sin el menor sustento bibliográfico del salvadoreño Rolando Deneke, que dice que Juárez perdonó a Maximiliano, también, de manera sencilla y sin requerir de muchas páginas, Ratz la derriba con verdaderas pruebas históricas, que seguramente su trabajo le ha costado obtener.
Ratz introduce monografías de algunos de los personajes que tuvieron un papel importante en el Imperio y que no habían sido analizados detenidamente antes. Entre los estudiados por el historiador destacan el padre Fischer, un hombre polémico que llegó a tener una enorme influencia sobre el Emperador. También gracias a Ratz conocemos detalles biográficos del médico Samuel Basch, quien pasó junto a Maximiliano sus últimos días,  Miguel López, el coronel mexicano que entregó a su señor, entre otros tantos personajes que en algo influyeron sobre el carácter y la suerte de Maximiliano y que habían sido ignorados por otros historiadores.
Al final Ratz le agrega todavía más valor a su libro ofreciéndonos una muy bien detallada monografía del historiador austriaco Egon Caesar Conte Corti, autor del libro Maximilianoy Carlota, del que ya hablé aquí en otra entrada.
Indudablemente éste es un gran libro, con un enorme soporte bibliográfico para despejar dudas, e imprescindible para cualquier estudioso de Maximiliano y el Segundo Imperio. 

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Hernán Cortés: el padre de México


Uno de los personajes más polémicos de la historia de México es Hernán Cortés. Para los mexicanos Cortés no es héroe, ni mucho menos. En la época de la independencia querían deshacerse de lo poco que de él queda: sus huesos. Su figura está muy por detrás de Cuauhtemoc, aquel al que le quemó los pies para averiguar dónde estaban unos supuestos tesoros. Su mayor monumento, en el país que él fundó, es un mar mexicano que lleva su nombre: El Mar de Cortés.
Llegó muy joven a America, siendo un don nadie. Pero sus ambiciones eran muchas, y estaba dispuesto a lo que fuera para cumplirlas. Permaneció en Cuba por una temporada, donde se ganó la enemistad del gobernador. En contra de él y sin pedir permiso alguno, se hizo a la mar con unos cuantos españoles a los que convenció de seguir su suerte. Desembarcaron en las costas de la Península de Yucatán. Tras una escaramuza con los nativos, Cortés se hizo de una persona que le seria muy útil, tanto en la cama como en la guerra: Malinche.
Con un contingente de no más de mil hombres, unos cuantos caballos, y otros tantos cañones, era imposible dominar al Imperio Azteca, por mucho que las huestes de Moctezuma carecieran de caballería y artillería. Pero Cortés, astuto como ninguno, se dio cuenta de unas cuantas cosas que le ayudarían a fundar su imperio: el pánico que causaba el ruido de los cañones a los nativos, lo supersticioso que era el Emperador y  que los pueblos sometidos por él lo odiaban  y ya no veían el día en que se lo pudieran quitar de encima.
Después de su paso por Yucatán, volvió a desembarcar en lo que hoy es Veracruz, más propiamente, en el islote que alberga la fortaleza de San Juan de Ulúa. De allí comenzó su marcha por tierras mexicanas, ganando aliados y matando a los que se le oponían. Su destino era incierto, pero las cosas cada día se ajustaban más a sus deseos. Constantemente recibía a embajadores de Moctezuma que venían a abogar por la paz. Él no se la podía creer, no era posible que un emperador tan poderoso y belicoso como Moctezuma, estuviera buscando una salida pacifica. De allí en adelante todo fue rápido y desconcertante para la historia: el Imperio Azteca se rindió sin, como hoy diríamos, disparar un solo tiro. Moctezuma habló a su pueblo para informarles que cedía sus poderes a Carlos I de España, un rey que no tenía la más remota idea de que un completo desconocido le estaba consiguiendo un imperio.
Un día que Cortés salió a combatir a otro español que ambicionaba gloria donde él ya la tenía toda, dejó al hombre menos indicado en su puesto. El resultado casi le cuesta la vida al propio Cortés. La gran mayoría de los españoles cayeron en batalla y, en un abrir y cerrar de ojos, el conquistador perdió lo que en poco tiempo había ganado. Sólo quedaba una forma para someter al Imperio Azteca: la guerra.
Para ello, Cortés reunió un ejército de cien mil nativos, todos enemigos de los aztecas. Y dio comienzo  la guerra más sangrienta que se había visto en tierras americanas. Después de resistir heroicamente por meses, El Imperio Azteca cayó en manos de Cortés. Le puso el nombre de Nueva España y se autonombró gobernador general.
La fama de Cortés se expandió por el mundo. Llegó a España, donde se ganó muchos enemigos, celosos de su fama como conquistador. Entre ellos estaba el propio rey, que pronto envió quien lo vigilara. Cortés trató de hacer las cosas como buen diplomático. Pero al mismo tiempo no paraba de soñar con más conquistas. Se fue a Honduras, a castigar a un rebelde, dejando en su puesto a  los enviados del rey. Ese viaje fue el primer gran error que cometió y el que marcó su declive en la Nueva España. Fue un completo desastre en el que murieron casi todos los que iban con él, hasta el ex emperador Cuauhtemoc por órdenes suyas. Cortés salvó la vida de milagro, pero sí perdió su puesto. Muchos hombres poderosos lo odiaba y él, conciente de que se intrigaba contra él en España, partió para ganarse la confianza del rey.
El rey, para que no se dijera que trataba mal al que le había conseguido un imperio sin pedirle dinero, lo recibió amigablemente. Pero por detrás de él, ordenaba que, en la Nueva España, se le sometiera a un juicio. Ahora que estaba lejos se conspiraba contra él donde antes nadie se atrevía. Pero Cortés, mañoso como él solo, se le adelantó al rey. Por aquellos tiempos, sólo había una figura mas poderosa que la del monarca: Dios, o lo que era lo mismo, el Papa. Envió un cofre con joyas al jefe del Vaticano. La respuesta fue inmediata, el pontífice perdonó sus crímenes contra los nativos y hasta convirtió en legítimos a sus hijos bastardos. El rey se vio obligado a suspender el juicio contra el conquistador y darle lo que, modestamente, Cortés pedía por sus servicios, que se  limitaba a lo que hoy es una buena parte del sur de México.
Pero Carlos I no estaba dispuesto a devolverle, ni de chiste, el mando supremo de la Nueva España. Después del rey, el peor enemigo de Cortés era Nuño de Guzmán, gobernador, él sí, del imperio que Cortés había conquistado. De Guzmán se negó rotundamente a suspender el juicio, en ausencia, contra Cortés.  Y como se le hicieron pocos los delitos, le agregó todos los que se le vinieron a la cabeza.
Cuando Cortés volvió a México se encontró con que lo habían dejado en la miseria. Sus enemigos estaban por todas partes y tuvo que hacer grandes esfuerzos para quitárselos de encima. Lo logró y también recuperó en parte lo que le habían arrebatado, pero en las escaramuzas murió su madre, a quien traía consigo a México para que viviera en la opulencia después de haber llevado una vida de escasez.
Todavía dio lata por una buena temporada, hizo más descubrimientos y cosechó más enemigos. Volvió a España para defender una vez más sus derechos, pero ya entonces tenía hasta la coronilla al rey y esta vez no se la perdonó. Le prohibió regresar a la Nueva España y años después murió, en la más completa miseria.
Es cierto que Cortés fue un hombre sumamente ambicioso y que cometió muchos crímenes innombrables para satisfacerse, pero eso no le quita ser lo que es: el padre de México. Él fundó al país y ésa es una verdad incuestionable. La mayor prueba es precisamente su obra. México se parece mucho más a él que cualquier emperador azteca, porque lo hizo, quizás sin querer, a su imagen y semejanza. 

martes, 4 de septiembre de 2012

Miramón y el Imperio, ¿era imperialista?


Hace mucho tiempo, cuando apenas empezaba a interesarme por la historia de México y llevaba unos cuantos libros leídos, creía que el general Miguel Miramón había sido un monárquico o imperialista en el aspecto ideológico. Por su muerte junto al Emperador, cualquiera es libre de pensar que era como Gutiérrez de Estrada, Hidalgo o Almonte, un fiel partidario de la monarquía, ansioso de que se estableciera el Imperio para adueñarse de algún titulo de conde o duque. Nada más lejos de la realidad. Miramón nunca fue imperialista, y si murió junto al Emperador fue por las circunstancias que lo orillaron a ir a donde no quería desde que terminó la guerra de Reforma.
Concientes de sus enormes cualidades militares, cuando se hacían los arreglos con Maximiliano, los que sí eran imperialistas trataron por todos los medios de ganar a Miramon para su bando. Como éstos eran, en su mayoría, los conservadores, sus compañeros de partido, pensaron que la tarea les resultaría fácil, pero se equivocaron.
Cuando los franceses desembarcaron en Veracruz, Miramón, en un arranque de patriotismo, le ofreció sumisión a Juárez, su peor y más odiado enemigo, con tal de que le diera un cuerpo de ejército para defender a su patria. Tal posibilidad alegraba a muchos patriotas. Juárez, además de Zaragoza que murió muy pronto, no tenía generales. Eran unos improvisados que con dificultades llegaban a cabos y no pensaban más que en encerrarse en una ciudad y resistir hasta que ya no tuvieran con que pelear.
Miramón por el contrario no se habría ido a encerrar, habría buscado un campo de batalla adecuado, en el cual poder usar su especialidad: la guerra relámpago. Pero Juárez no estaba dispuesto a tener conservadores cerca, y menos a uno que tenía muchos admiradores y seguidores. ¿Cuál fue su respuesta a la propuesta de tregua de Miramón? Le ordenó al general Mariano Escobedo que lo capturara, lo pusiera de espaldas a un muro de piedra y lo mandara mucho al otro mundo.
Ante un panorama nada alentador en el bando juarista, donde antes que una mano amiga lo esperaba un pelotón de fusilamiento, Miramón optó por irse al maximilianista. Pero tómese en cuenta que antes de inclinarse por el Imperio pensó en ser un servidor del mismísimo Juárez.
Maximiliano lo puso a las órdenes de los franceses. No confiaba en él y no quería tenerlo cerca. El pequeño gnomo, Aquiles Bazaine, el jefe del ejército francés, no quería imaginar siquiera que un general mexicano le hiciera sombra. Miramón era un gigantón bastante apuesto, casi podría decirse que mandado a hacer para vestir de militar. En el campo de batalla era en un verdadero genio y nadie lo ignoraba. Así que Bazaine tomó la decisión de humillarlo para minimizar su figura. Lo puso a las órdenes de un coronel y le inventó uno que otro chisme de vecindad.
Herido en su orgullo al ser un general de división, Miramón optó esta vez por apartarse del Imperio. Maximiliano, para no tenerlo como enemigo y sí tenerlo lejos, lo envió a Prusia a pulir su talento. Cuando el Imperio estaba por caerse y el Emperador dudaba en Orizaba si volvía a Europa a vivir como cobarde o se quedaba a morir como valiente, sin que hubiera más opciones, Miramón regresó y se entrevistó con él. No confiaban uno en el otro y no eran partidarios uno del otro, pero se necesitaban.
Todavía tuvieron que atravesar por muchas dificultades para darse el sincero abrazo que se dieron antes de que los pelotones dispararan en el Cerro de las Campanas. Miramón al mando de un improvisado y reducido ejército fue derrotado por Mariano Escobedo en Zacatecas, cuando era el general en quien más confianza tenía Maximiliano. Allí  éste perdió la confianza en su talento y también en su lealtad. Después ambos personajes se encerraron en Querétaro, a resistir las tenues y deficientes maniobras militares de Escobedo. En esa ciudad la desconfianza reinó por meses, hasta que por fin, después de una larga charla, se hicieron amigos. Y así morirían.
Pero Miramón, pese a todo, no murió como imperialista, murió como lo que había sido toda su vida adulta, un miembro del partido conservador, junto a un personaje que sus compañeros habían añadido a la lucha sin su consentimiento.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Juárez: su obra y su tiempo – Justo Sierra


La biografía que escribió de Juárez el eminente Justo Sierra es considera una de las mejores de cuantas existen, que son muchas, del presidente zapoteca. Quizás de las que han sido escritas por mexicanos es la más conocida, aunque tengo mis dudas porque Bulnes y su monumental El verdadero Juárez buena fama se han ganado entre los estudiosos del personaje, defensores y detractores.
La de Justo Sierra, con perdón de sus muchos admiradores, no me gustó tanto cuando la leí, hace alrededor de dos años. No por eso no la considero un buen libro, pero el autor era tan juarista que difícilmente podía escribir una biografía de su ídolo y mencionar alguna de sus faltas.
Sí, Justo Sierra dejó bien claro en este libro cuánto admiraba a Juárez. Le dedicó elogios que rayan en lo poético. No supo mantenerse a la distancia de su biografiado como sí lo hizo el norteamericano Ralph Roeder, que lo admiraba igual, y por eso su obra la recomiendo más que ésta.  
Pero entonces ¿merece la pena leer Juárez: su obra y su tiempo? Desde luego que sí. Es un libro, antes que nada, muy bien escrito, y por un hombre que tenía profundos conocimientos de la historia de México, que en algo había contribuido a hacer con su fuerte y elegante manera de escribir.
Pero hay algo importante que se debe de tomar en cuenta antes de empezarlo: Justo Sierra quería hacerle a Juárez un homenaje antes que una biografía. De ahí que dentro del libro veamos radicalidad, que Juárez nos parezca casi perfecto y  Maximiliano un hombre dubitativo, falto de carácter y de buenas intenciones para con México. El carácter ciertamente le faltaba, pero el afecto que el príncipe austriaco llegó a sentir por su segunda patria, por sus habitantes, más por los indios que por los criollos, está bien documentado y hay numerosos testimonios que refutan las teorías de don Justo, quien no le concede al Emperador ninguna de las cualidades morales que tenía.
Pero hay más, mucho más en este libro. Justo Sierra no se limita a Juárez y a Maximiliano. Profundiza muy bien en las relaciones de México y Estados Unidos durante el Segundo Imperio, en las razones que tenía el México republicano para poner sus esperanzas en su vecino del norte y en cómo éste actuó desde el principio hasta el final del conflicto, siempre bajo los intereses del secretario de Estado de Lincoln, William H. Seward. En este tema los  conocimientos de Sierra se ve que eran bíblicos.
Algo más que me llamó la atención de esta biografía es el hecho de que Justo Sierra no consideraba a Miramón precisamente un genio militar como casi todos sus contemporáneos. Al contrario, Sierra compraba más caro a Leonardo Márquez, un hombre que jamás fue castigado por los republicanos y que era profundamente odiado por su bien probada crueldad. Pero aun así Sierra dejó claro que le tenía admiración por su gran talento, el mismo que usó para hacerse fama como uno de los militares mexicanos más despiadados de la época, aunque él que se definía como un hombre profundamente católico, por más que la piedad no fuera lo suyo.

sábado, 1 de septiembre de 2012

El día que Maximiliano enfrentó al pelotón de fusilamiento


A pesar de que el de Maximiliano fue un fusilamiento público, con 4.000 soldados entre los mirones, hay diversas versiones sobre lo que ocurrió en el Cerro de las Campanas la mañana del 19 de junio de 1867. Pero confiando en los historiadores más fiables es posible reconstruir las cosas de manera que puedan ser contadas casi tal como pasaron.
Sabemos que Maximiliano se levantó muy temprano. Es probable que no haya dormido. Ni un valiente muy valiente duerme sabiendo que en unas horas lo matan. Eran las 3:30 de la mañana cuando el Emperador se puso de pie. A esa misma hora, muy lejos de allí, tenía por costumbre levantarse su hermano mayor para trabajar. Él también era un gran madrugador. Como mayor prueba están las memorias de su secretario particular, José Luis Blasio. Así pues, se levantó a una hora común para los Habsburgo.
Maximiliano se vistió elegantemente de negro. Después recibió a su confesor, el padre Soria. Éste celebró una misa frente a los tres condenados. El más conmovido era el general Tomás Mejía, un hombre profundamente católico.
Al terminar la misa prosiguió el desayuno, en el que Maximiliano hacía cuanto podía para mostrarse animado. Mejía continuaba muy serio, como siempre había sido, y Miramón, siendo quizás el mexicano más valiente de la época, no daba la menor muestra de preocupación, como había venido haciendo desde que terminó el sitio de Querétaro y fue hecho prisionero.
A las 6:00 llegaron por ellos. El hombre designado para llevarlos al Cerro de las Campanas, a un kilómetro de la ciudad de Querétaro, era el temiente coronel Carlos Margain. Los tres fueron subidos en carruajes diferentes, acompañados cada uno por un cura, el encargado de ayudarlos a mantenerse de una sola pieza en el momento más difícil de sus vidas.
Al llegar al lugar señalado para la ejecución, los tres hombres descendieron con total normalidad en sus rostros, enhiestos, resignados a morir y dispuestos a hacerlo con el honor por delante. Es cierto que el general Mejía andaba con dificultad, pero se debía a que estaba muy enfermo desde tiempo atrás. Casi durante todo el sitio de Querétaro su salud había estado muy débil. Y el hecho de que su mujer al salir del convento rumbo al Cerro de las Campanas se haya echado a correr llorando detrás de su carruaje lo había quebrantado más.
Maximiliano le ofreció a Miramón ocupar el lugar de en medio, el lugar de Cristo, flanqueado por él y Mejía, para reconocer su enorme valor, que nadie ponía en duda. A Mejía también le dio las gracias. No era para menos. Desde que llegó a México había sido su más fiel soldado. Después los tres se dieron un fuerte abrazo. Sabían que les quedaban pocos segundos. El Emperador le dio su sombrero y su pañuelo a su fiel cocinero, José Tüdös, y le dijo en húngaro que por favor se los llevara a su madre, a Austria.
Cada uno habría de ser fusilado por un pelotón de cuatro soldados. Maximiliano les dio unas monedas a los cuatro que a él le tocaban rogándoles que no le disparan en el rostro. Quería que su madre, si lo volvía a ver, lo viera en buen estado. Después se dedicó a decir sus últimas palabras, que según los historiadores, fueron éstas:

Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y la libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!

Después habló el general Miguel Miramón, en un largo discurso para el momento, alegando que no era un traidor. Y es cierto, él nunca luchó contra su país, siempre por él, a su modo, claro, pero por su país.
Mejía, haciéndole honor por última vez a la seriedad de su raza, no dijo una palabra. Estaba profundamente concentrado en su fe católica, con un crucifijo pegado al pecho, junto a la medalla que por su valor se había ganado en la Batalla de la Angostura.
Margain, quien también dirigiría a los pelotones, se acercó a Maximiliano para pedirle que lo perdonara. Pero el Emperador, amablemente, como lo fue toda su vida, le dijo que él sólo cumplía su deber como militar y que nada tenía que perdonarle. Margain se alejó, dio las primeras órdenes y levantó su espada, gritó fuego con todas sus fuerzas y los doce fusiles escupieron sus cargas. Los tres hombres cayeron al suelo, Miramón ya muerto, Mejía agonizando en silencio y Maximiliano gritando en español, el último idioma que aprendió de los muchos que sabía, ¡hombre!, ¡hombre!
Margain fue junto a él, acompañado de un soldado, con su espada le señaló el corazón imperial, el soldado puso allí el cañón de su fusil e hizo fuego. Cuando el eco se disipó Maximiliano ya estaba muerto.

Lee otra reseña: El príncipe de la soledad