En Francia
tienen gran relevancia histórica los períodos conocidos como el primer y el
segundo Imperio. El primero estuvo a cargo de Napoleón Bonaparte, duró una década
y significó un importante cambio en el mundo. Napoleón no sólo fue un guerrero
incansable, también un reformador del Estado conocido hasta entonces, impulsor
de la cultura y de las artes, sobre todo de la arquitectura; su imperio impuso
modas que saltaron de las fronteras francesas hacia el resto de Europa. Se modificaron las familias reales, las relaciones entre la nobleza, los tipos de matrimonios,
las formas de gobierno, los estilos de vida en general y, por supuesto, las
maniobras militares.
El Segundo
Imperio francés estuvo a cargo de Napoleón III, sobrino de Bonaparte, o por lo
menos eso quisieron hacerle creer a su hermano sin éxito. Duró casi dos décadas
y otra vez Francia fue revolucionada drásticamente; los estilos artísticos, las
modas, el urbanismo, las leyes, todo evolucionó a veces para bien y otras para
mal. Aunque Napoleón III no era ni la mitad de brillante que el primero, se
esmeró para lograr que su imperio dejara huella, y eso sí que lo consiguió. Fue
uno de los grandes líderes de la segunda mitad del siglo XIX, pese a que al
final de su carrera política fue amedrentado, ridiculizado, humillado
militarmente y hasta prisionero de guerra.
Sea como
fuere, los imperios en Francia son dos períodos no sólo de gran importancia
histórica para el país, sino también para el mundo entero. Si no hubieran
existido, el mundo no sería como es hoy. Entre tanto, en México igualmente podemos
hablar de nuestros imperios y, como los franceses, también tuvimos dos. Aunque de
alcances mucho más modestos.
El primero
no duró ni un año, no revolucionó nada ni dejó vestigios artísticos que
provoquen a los historiadores escribir “estilo primer imperio”. Estuvo a cargo
de Agustín de Iturbide, un militar mexicano que supo acomodarse en el bando
correcto al final de la guerra de independencia, pero que luego no fue tan hábil
para impedir que lo derrocaran y tras volver de un breve exilio lo mandaran
fusilar.
El segundo
estuvo fundado con mayores ambiciones y encabezado por un príncipe de verdad, Maximiliano
de Habsburgo. El proyecto tenía bases teóricas muy sólidas. Maximiliano y su
esposa Carlota tenían dos mentes bien dotadas, más la de ella, e hicieron
planes verdaderamente titánicos que prometían reformar a México, desde el
estilo de vida, la cultura, la raza, la educación, la política, los poderes del
Estado, la arquitectura, el urbanismo, la pintura, la escultura, el ejército,
la iglesia, las relaciones diplomáticas y un sin fin etcéteras.
El problema
fue que el imperio fue muy efímero y estuvo en constante guerra. Aunque pese a
todo logró dejar su huella, mucho más honda que el de Iturbide. Duró tres años
y legó al país un importante patrimonio intangible en historia y literatura y
otro poco tangible debido a que Maximiliano era adicto a gastar en las artes plásticas
el dinero que necesitaba para ganar la guerra. En lo que se pareció más al primero
fue en el final del monarca, también el príncipe Haburgo enfrentó con honor a
un pelotón de fusilamiento.
Los imperios mexicanos
fueron, en realidad, breves, modestos, buenos intentos, dirán algunos. Pero,
como los franceses, también tuvimos dos.