domingo, 21 de diciembre de 2014

Juárez en el Convento de las Capuchinas, la reunión secreta con Maximiliano

El segundo imperio mexicano es sin duda el período de nuestra historia que mejor funciona como fuente de literatura. Podría decirse que se debe al hecho de que hubo en México soldados de varias nacionalidades, a que fue un conflicto que llamó mucho la atención de Europa y a que incluso los intelectuales más brillantes de entonces estuvieron al tanto y varios le dieron su apoyo públicamente a Juárez, y en realidad eso es cierto, pero más importancia que todo lo anterior la tiene el hecho de que el conflicto acabó con el fusilamiento de un miembro de la realeza europea, vástago de una importante familia imperial. Eso, principalmente, fue lo que hizo del segundo imperio una fuente inagotable de literatura para mexicanos y extranjeros.
Ese suceso sigue dando frutos literarios en libros impresentables y pesimamente mal documentados, como el primer capítulo del primero de los Arrebatos carnales de Francisco Martín Moreno, y en obras de calidad respetable que aún hoy en día, a casi siglo y medio de que concluyera el suceso, siguen sorprendiendo.
La novela histórica Juárez en el Convento de las Capuchinas, la reunión secreta con Maximiliano, es un breve pero interesante libro que sorprende por su brillantez y por la calidad de la filosofía que nos regala. ¿Cuál filosofía? La de Juárez y, por supuesto, también la de Maximiliano.
En esta novela, aquella entrevista que con tanta insistencia Maximiliano le pidió a Juárez finalmente se realiza. El presidente victorioso visita a su prisionero apenas unas horas antes de que lo fusilen, la noche del 18 de junio de 1867. Y, como podríamos esperarlo, ambos hombres se enfrentan, pero educadamente, como los dos caballeros que eran. Cada uno defiende sus actos y cuestiona los del otro con argumentos sólidos, cada uno hace titubear al otro por momentos y… bueno, creo que lo mejor es leer esta novela breve pero extraordinaria.

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sábado, 20 de diciembre de 2014

Juan Nepomuceno Almonte, oficialmente traidor

El gobierno republicano que se consolidó en México después del fusilamiento de Maximiliano, frágil con Juárez, más aún con Lerdo de Tejada y fuerte con Díaz, dejó para la historia una lista de traidores que, por la diosificación de Juárez hecha por el PRI, sigue vigente. No obstante, algunos de esos traidores gozan de ciertas simpatías, ya sea porque muchos mexicanos entienden que los juaristas no tenían del todo la razón o porque los “traidores” estaban precedidos de actos que los describen como hombres valientes y llenos de honor.
Miramón, ese militar alto, estoico, famoso por su bravura y su genio durante la batalla, es quizás el traidor al que los mexicanos más admiran. Mejía, el indio de raza pura que aun siendo general se batía junto a sus soldados, es también merecedor de cierta popularidad entre los mexicanos.
Pero hay otros que definitivamente no se han salvado del fuego de la historia, como Leonardo Márquez, un despiadado que fusilaba sin miramientos a sus enemigos y que, para desgracia de Juárez y los suyos, logró escapar cuando se derrumbó el imperio y jamás pudieron echarle la mano encima para fusilarlo.
Pero el traidor de traidores, al que tanto odio le tuvieron que incluso le llegó casi por completo el olvido, es Juan Nepomuceno Almonte, un personaje muy ausente en muchos de los libros de historia de México que, sin embargo, tuvo un papel crucial en la coronación de Maximiliano.
Almonte nació de una levantada de sotana del cura José María Morelos y Pavón. No se apellidaba Morelos naturalmente porque su padre había sido cura. Le dieron, al parecer, el apellido Almonte porque nació en el monte, aunque otras fuentes refieren que ése era el apellido de su madre, hija de un importante hacendado.
Su padre, durante la guerra de Independencia, lo mandó a un sitio más seguro, los Estados Unidos. Allí aprendió inglés y se hizo de algunas amistades. Ya cuando México era un país independiente, fue varias veces su representante ante el vecino del norte, pero también, en su grado de general, acompañó a Santa Anna a la guerra de Texas, donde trató de evitar los fusilamientos del Álamo y fue después capturado en San Jacinto. Algunos historiadores lo señalan como el traductor entre el derrotado Santa Anna y el victorioso Samuel Houston.
Apagada la estrella de Santa Anna, Almonte, que pese a sus rasgos indios era un elegante y educado caballero, aparte de poliglota, marchó a Francia, se hizo partidario de la monarquía y puso sin un rechinar de dientes sus servicios a las órdenes de Napoleón III. Llegó junto a los franceses que enfrentaron al ejército mexicano en Puebla, lo que lo hizo ver ante todo México como un traidor sin escrúpulos.
Cuando los franceses se apoderaron de la capital, él formó parte del triunvirato que gobernó hasta la llegada de Maximiliano. Éste, nada más llegar, lo hizo mariscal, aunque no confió en él demasiado por su fama de embustero.
Cuando Napoleón decidió retirar sus tropas, Almonte fue enviado como embajador del imperio mexicano a Francia, con la intención de lograr que Napoleón no quitara su apoyo a Maximiliano. Fracasó en su misión, pero como tenía claro que Juárez pronto triunfaría y pasaría por las armas a todos los que consideraba traidores, decidió quedarse en Francia para salvar el pellejo.
Murió casi dos años después del triple fusilamiento en el Cerro de las Campanas y, al poco tiempo, empezó a comérselo el olvido. En México lo poco que se sabe de él, a grandes rasgos, es que fue, más que muchos de los mexicanos implicados en la invasión francesa, un traidor.

domingo, 23 de marzo de 2014

La idea de nuestro patrimonio histórico y cultural – Pablo Escalante Gonzalbo

La idea de nuestro patrimonio histórico y cultural es una recopilación de textos -unos más interesantes que otros y otros mejor escritos que otros, todo sea dicho- de académicos especializados en el patrimonio tangible e intangible de los mexicanos. Desde las pirámides hasta la Virgen de Guadalupe, pasando por haciendas, templos, conventos, el fanatizado petróleo, el patriarcal maíz y, por supuesto, las más famosas esculturas prehispánicas: la Piedra del Sol, el monumental Tlaloc y la intimidadora Coatlicue, todo es analizado en esta obra en su relación con el pueblo, el de antes y el de ahora.
La composición del libro está coordinada por Pablo Escalante, quien también colabora en los textos de manera bastante acertada. Una autora que ya ubicaba por su interesante guía para estudiar El Segundo Imperio, Erika Pani, es otra de las colaboradoras del libro. A los demás francamente no los conocía, pero se puede ver que se trata de académicos con una trayectoria si no envidiable sí admirable, y aunque algunos no tengan una prosa que me haya hecho disfrutar, lo cierto es que sí desbordan conocimiento, además de que varios blindan sus textos con una estupenda y sólida bibliografía.
Algo que quizás no haga falta mencionar es que en esta obra no se detalla el contexto histórico de cada bien tangible e intangible, sino que simplemente se nos ofrece una por demás interesante introducción acompañada de un análisis del edificio, escultura, deidad o liquido en cuestión en su calidad de símbolo.
Porque eso es lo que son todos esos bienes mexicanos: símbolos, tan importantes como la bandera, el escudo y el himno -hechos por el Estado estos tres-, y forman parte del componente cultural que tiñe de orgullo a toda una nación, desde Tijuana hasta Mérida, lugares de donde no salió el monolito para esculpir a Tlaloc, pero a donde ha llegado ese pegamento que nos une a todos, a veces por decreto del Estado y otras a su pesar.
Al leer este libro no pude dejar de recapacitar sobre algo muy importante: México es uno de esos pocos países privilegiados que bajo la tierra guardan un patrimonio invaluable -que no hicimos nosotros, pero que está allí para otros-, tan extraordinario que quizás sólo pueden tratarlo de igual a igual Grecia y Egipto.

martes, 11 de marzo de 2014

México a través de los siglos –Vicente Riva Palacio

La enciclopedia México a través de los siglos no es simplemente un compendio más de historia de México, como tantos que se han escrito. Esta serie de cinco libros merece una mención especial, por su contexto, su imponente monumentalidad y, naturalmente, por su extraordinario contenido. Aunque he puesto en el titulo de la entrada el nombre del general Riva Palacio, eso no significa que él haya sido el autor de toda la obra, pero sí fue el coordinador e impulsor principal del proyecto, autor del segundo volumen sobre el virreinato, tema en el que era un experto.
Los libros salieron a la venta en el año de 1884, causando un gran revuelo porque se trataba, aun siendo lo que eran, libros, de un proyecto gigantesco impulsado por el gobierno, que evidentemente exigió a los autores una concentración extraordinaria, una investigación detallada y también les absorbió todo su tiempo. Algunos señalan que fue una estrategia de Porfirio Díaz para mantener muy ocupado a Riva Palacio y así lograr que no se le ocurriera interesarse por la presidencia.
Fue hace algunos años cuando me compré la enciclopedia, y recuerdo que inmediatamente me puse a leer el quinto volumen, el de la reforma y el imperio, escrito por el historiador José M. Vigil. Desde el principio me di cuenta de lo interesante de la monumental obra, sencillamente me quedé impresionado por la importancia, calidad y cantidad del contenido. Documentos que en otras fuentes había hallado sólo a medias, cuando mucho, en la enciclopedia aparecen íntegros, ya que al ser un libro monumental, están incluidos sin ninguna mutilación. De tal manera que podemos hallar cartas, decretos, discursos, artículos y un sin fin de textos de crucial importancia para formarse una opinión sólida y sustentada sobre lo que ocurrió en aquellos turbulentos tiempos. La prosa del autor, que merece mención aparte, es agradable, crítica pero guardando la distancia de la imparcialidad. Evidentemente Vigil era juarista, aunque fue respetuoso con los adversarios de la republica y hasta trató de hallar razones morales para justificar humanamente a los contendientes de ambos bandos.
Después me puse a leer tercer volumen, que comprende la guerra de independencia y que fue escrito por Julio Zárate. Aquí me hallé una prosa más acida, más crítica con los opositores a la versión oficial y bañada por una no muy discreta aura anticatólica sorprendente. Seguí hacía abajo para leer el período colonial, con la agradable prosa del general Riva Palacio, un tema que, aunque siempre he sido muy aficionado a la historia de México, me era muy poco conocido. El siguiente volumen que tomé fue el cuarto, que comprende las andanzas de Santa Anna entre la presidencia, sus fincas en Veracruz y sus fracasos, que fueron los de México. Este libro fue iniciado por Juan de Dios Arias, pero su muerte hizo que lo concluyera Enrique de Olavarría y Ferrari.
Y hace unos días me dio por empezar el primer volumen, el que debí haber empezado hace años por orden cronológico pero que dejé en el olvido porque era mucha mi hambre de conocimiento sobre el Segundo Imperio. Éste, el primero, lo escribió el historiador y arqueólogo Alfredo Chavero, y trata sobre el México antiguo y culmina en la conquista, una etapa de la historia que el PRI se empeñó en vincular demasiado a lo que somos cuando en realidad tenemos tantos lazos con ella como los musulmanes egipcios con las pirámides, porque, los mexicanos de hoy somos una sociedad de la Biblia -aunque la mayoría no la lean-, hablamos una lengua surgida del latín y no tenemos ningún vinculo cultural con nuestras bellas ruinas. Incluso dudo que muchos nativos mexicanos lo tengan. Aunque eso no significa que no sean un extraordinario patrimonio que como pueblo civilizado debemos de preservar y estudiar, por más que, insisto, culturalmente nada nos una a ellas.
Y, volviendo al libro, es muy bueno, tanto como los otros cuatro. La enciclopedia México a través de los siglos es verdaderamente el resultado admirable de un proyecto monumental. Los aficionados a la historia mexicana que no la conocen sin duda se sorprenderán mucho con su contenido, que es tan extenso como interesante, y difícil de hallar en otros libros.

martes, 4 de febrero de 2014

Las parodias mexicanas del primer y segundo Imperio

En Francia tienen gran relevancia histórica los períodos conocidos como el primer y el segundo Imperio. El primero estuvo a cargo de Napoleón Bonaparte, duró una década y significó un importante cambio en el mundo. Napoleón no sólo fue un guerrero incansable, también un reformador del Estado conocido hasta entonces, impulsor de la cultura y de las artes, sobre todo de la arquitectura; su imperio impuso modas que saltaron de las fronteras francesas hacia el resto de Europa. Se modificaron las familias reales, las relaciones entre la nobleza, los tipos de matrimonios, las formas de gobierno, los estilos de vida en general y, por supuesto, las maniobras militares.
El Segundo Imperio francés estuvo a cargo de Napoleón III, sobrino de Bonaparte, o por lo menos eso quisieron hacerle creer a su hermano sin éxito. Duró casi dos décadas y otra vez Francia fue revolucionada drásticamente; los estilos artísticos, las modas, el urbanismo, las leyes, todo evolucionó a veces para bien y otras para mal. Aunque Napoleón III no era ni la mitad de brillante que el primero, se esmeró para lograr que su imperio dejara huella, y eso sí que lo consiguió. Fue uno de los grandes líderes de la segunda mitad del siglo XIX, pese a que al final de su carrera política fue amedrentado, ridiculizado, humillado militarmente y hasta prisionero de guerra.
Sea como fuere, los imperios en Francia son dos períodos no sólo de gran importancia histórica para el país, sino también para el mundo entero. Si no hubieran existido, el mundo no sería como es hoy. Entre tanto, en México igualmente podemos hablar de nuestros imperios y, como los franceses, también tuvimos dos. Aunque de alcances mucho más modestos.
El primero no duró ni un año, no revolucionó nada ni dejó vestigios artísticos que provoquen a los historiadores escribir “estilo primer imperio”. Estuvo a cargo de Agustín de Iturbide, un militar mexicano que supo acomodarse en el bando correcto al final de la guerra de independencia, pero que luego no fue tan hábil para impedir que lo derrocaran y tras volver de un breve exilio lo mandaran fusilar.
El segundo estuvo fundado con mayores ambiciones y encabezado por un príncipe de verdad, Maximiliano de Habsburgo. El proyecto tenía bases teóricas muy sólidas. Maximiliano y su esposa Carlota tenían dos mentes bien dotadas, más la de ella, e hicieron planes verdaderamente titánicos que prometían reformar a México, desde el estilo de vida, la cultura, la raza, la educación, la política, los poderes del Estado, la arquitectura, el urbanismo, la pintura, la escultura, el ejército, la iglesia, las relaciones diplomáticas y un sin fin etcéteras.
El problema fue que el imperio fue muy efímero y estuvo en constante guerra. Aunque pese a todo logró dejar su huella, mucho más honda que el de Iturbide. Duró tres años y legó al país un importante patrimonio intangible en historia y literatura y otro poco tangible debido a que Maximiliano era adicto a gastar en las artes plásticas el dinero que necesitaba para ganar la guerra. En lo que se pareció más al primero fue en el final del monarca, también el príncipe Haburgo enfrentó con honor a un pelotón de fusilamiento.
Los imperios mexicanos fueron, en realidad, breves, modestos, buenos intentos, dirán algunos. Pero, como los franceses, también tuvimos dos.

sábado, 25 de enero de 2014

Desfigurar ciudades

Meterle mano las a ciudades ha sido históricamente un pasatiempo de muchos políticos, mediante una práctica de autoritarismo secundado por infinidad de expropiaciones que bien puede hacer parecer a una democracia dictadura. Porque entre más idiota es un pueblo más dictatorial se vuelve un gobierno, por muchas elecciones que se celebren.
Las ciudades suelen tener en su mayoría algo en común: un nacimiento arbitrario. Nacían cuando un grupo de colonos tras mucho viajar encontraban un lugar agradable con agua cercas. Eso era lo único que hacía falta para que surgieran, aunque el hecho de que llegaran a ser ciudad y no se quedara en pueblo dependía de la economía.
Con esa arbitrariedad es de suponerse que todo creciera como Dios daba a entender a los colonos. Cada quien se acomodaba cómo podía y dónde le gustaba. Y con el crecimiento de la población la cosa se ponía más fea que buena en el correr de los siglos, con calles estrechas (quién podía imaginar que inventarían el automóvil), emplazamientos en zonas de riesgo, avenidas bloqueadas por edificios, nodos reducidos que se volvían zonas de mala muerte; insalubridad e inseguridad al por mayor.
Pero, por otro lado, pese al crecimiento sin el menor cuidado urbanístico, las ciudades cobraban identidad, se creaban los hitos e iconos, edificios y monumentos mal ubicados pero queridos por la población y que siglo tras siglo ganaban valor histórico.
No obstante, durante el renacimiento europeo les dio a los gobernantes por hacer ciudades bonitas. Siglos después surgió el automóvil, se pusieron de moda las grandes avenidas, anchas, ajardinadas, los remates visuales, y las calles angostas ya no fueron funcionales, de por sí que nunca lo habían sido mucho.
Y esa moda de embellecer y hacer más prácticas las ciudades, les dio a los políticos el pretexto idóneo para liquidar la historia cada que les diera la gana. Cuando en la segunda mitad del siglo XIX a Napoleón III le dio por cargarse una parte de París, con siglos de antigüedad, con tal de embellecer lo restante, quedó claro que no había límites.
Desde entonces los políticos, a los que siempre les da por sentirse faraones, deciden a veces borrar del mapa la historia, con tal conseguir una amplia avenida que probablemente no era muy necesaria o la opción más pertinente. Pero, con el argumento de “es por el bien común”, muchas veces se demuelen no sólo edificios, sino trozos de una mancha urbana que se habían ganado con siglos el nombre de iconos.
Evidentemente una ciudad moderna puede coexistir con su pasado y ser aún más bella, más histórica, atrae más al turismo, aunque conservarla y adecuarla a la evolución de una sociedad no es cosa sencilla. Y los políticos quieren hacer todo en un período de gobierno, por lo que les resulta más sencillo derribar.

viernes, 24 de enero de 2014

La arquitectura de los poderosos: de los antiguos griegos a los narcos y las estrellas de hoy, pasando por Napoleón y Hitler

Los hombres no cambian mucho a través de los siglos. Cambian las costumbres, los hábitos y casi todas las modas, pero hay algo que une a los hombres de todos los tiempos: su amor por el poder. Y eso deriva en otra característica: el estilo arquitectónico que los poderosos han elegido durante veinticinco siglos para construirse monumento a la gloria de sí mismos. A los malos y a los que pasaron a la historia con fama de buenos, a dictadores, demócratas, comunistas, derechistas, socialistas, moderados, jefes de El Vaticano, empresarios, narcos, artistas y otro tatos los une un gusto por el mismo modelo formal de edificio.
Los griegos hicieron un diseño que complementaron después los romanos, hace más de dos milenios, y después le gustó mucho a Hitler, pero antes le había encantado a Napoleón y a los Padres Fundadores de los Estados Unidos, en tanto que hoy es el favorito de los narcos.
En el libro La arquitectura de los poderosos se hace una amena reseña de la historia de la arquitectura clásica, la cual ha muerto y renacido a lo largo de veinticinco siglos y siempre con un fin inconfundible: el que su estilo sirva para hacer monumentos a los poderosos.
El libro se puede comprar en Amazon para leerse en una tableta, a tan sólo 13 pesos.