Meterle mano
las a ciudades ha sido históricamente un pasatiempo de muchos políticos, mediante
una práctica de autoritarismo secundado por infinidad de expropiaciones que
bien puede hacer parecer a una democracia dictadura. Porque entre más idiota es
un pueblo más dictatorial se vuelve un gobierno, por muchas elecciones que se
celebren.
Las ciudades
suelen tener en su mayoría algo en común: un nacimiento arbitrario. Nacían
cuando un grupo de colonos tras mucho viajar encontraban un lugar agradable con
agua cercas. Eso era lo único que hacía falta para que surgieran, aunque el
hecho de que llegaran a ser ciudad y no se quedara en pueblo dependía de la
economía.
Con esa
arbitrariedad es de suponerse que todo creciera como Dios daba a entender a los
colonos. Cada quien se acomodaba cómo podía y dónde le gustaba. Y con el
crecimiento de la población la cosa se ponía más fea que buena en el correr de
los siglos, con calles estrechas (quién podía imaginar que inventarían el automóvil),
emplazamientos en zonas de riesgo, avenidas bloqueadas por edificios, nodos
reducidos que se volvían zonas de mala muerte; insalubridad e inseguridad al
por mayor.
Pero, por
otro lado, pese al crecimiento sin el menor cuidado urbanístico, las ciudades
cobraban identidad, se creaban los hitos e iconos, edificios y monumentos mal
ubicados pero queridos por la población y que siglo tras siglo ganaban valor
histórico.
No obstante, durante
el renacimiento europeo les dio a los gobernantes por hacer ciudades bonitas. Siglos
después surgió el automóvil, se pusieron de moda las grandes avenidas, anchas,
ajardinadas, los remates visuales, y las calles angostas ya no fueron
funcionales, de por sí que nunca lo habían sido mucho.
Y esa moda
de embellecer y hacer más prácticas las ciudades, les dio a los políticos el
pretexto idóneo para liquidar la historia cada que les diera la gana. Cuando en
la segunda mitad del siglo XIX a Napoleón III le dio por cargarse una parte de
París, con siglos de antigüedad, con tal de embellecer lo restante, quedó claro
que no había límites.
Desde entonces
los políticos, a los que siempre les da por sentirse faraones, deciden a veces
borrar del mapa la historia, con tal conseguir una amplia avenida que
probablemente no era muy necesaria o la opción más pertinente. Pero, con el
argumento de “es por el bien común”, muchas veces se demuelen no sólo
edificios, sino trozos de una mancha urbana que se habían ganado con siglos el
nombre de iconos.
Evidentemente una ciudad
moderna puede coexistir con su pasado y ser aún más bella, más histórica, atrae
más al turismo, aunque conservarla y adecuarla a la evolución de una sociedad no
es cosa sencilla. Y los políticos quieren hacer todo en un período de gobierno,
por lo que les resulta más sencillo derribar.
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