jueves, 19 de marzo de 2015

El arte gótico en México

Uno de los estilos artísticos del pasado más hermosos, más enigmáticos e intimidantes sin duda es el gótico. Se trató de la consolidación, y evolución, del arte románico, toda vez que éste había sido más que una búsqueda de belleza un rompimiento con el arte clásico pagano del gran imperio que había sido Roma.
El gótico no llegó a México en su presentación arquitectónica.  Cuando Cortés invadió y conquistó el país Europa estaba disfrutando de los avances del renacimiento, por lo que ningún edificio con sus rosetones y su pináculo alargado se edificó no sólo en nuestro país sino en cualquier otra parte del continente.
Pero con la escultura hubo mejor suerte. Infinidad de templos del siglo XVI en varias partes del país están engalanados con obras góticas. La justificación de este anacronismo es fácilmente explicable. Los frailes evangelizadores, además de que no eran artistas, tenían por misión no innovar en las artes sino arrimar a los indios al cristianismo. Querían que éstos se empaparan del arte cristiano, y daba igual que fuera románico, gótico o renacentista, este último el contemporáneo por entonces.
Al haber en la escultura mucha más libertad que la arquitectura por sus dimensiones, costos, usos y responsabilidades, no fue difícil que bastantes estaturas religiosas fueran producidas en arte gótico, a partir de dibujos traídos del viejo continente.
La arquitectura tuvo que esperar varios siglos para imponer su belleza en el país. Pero ya no como gótica sino como neo. En el período romántico de las artes el estilo fue nuevamente adoptado en Europa y, como entonces las modas cruzaban el atlántico al igual que ahora, pronto empezó a germinar en América el gusto por la arquitectura neogótica.
Pero en México se edificó más bien poca. Algunas ciudades sólo cuentan con un ejemplar y otras con ninguno. El Santuario Guadalupano de Zamora quizás sea la obra más costosa que se hizo en el país en este estilo. ¿Por qué no se inundó México de neogótico pese a su gran belleza? Porque el gusto de la sociedad porfirista obedecía ciegamente al estilo neoclásico como parte de su característico afrancesamiento.
Quizás pudo haber evolucionado con los años hasta llegar un momento en que el neogótico superara por fin al neoclásico y hoy tendríamos muchas de esas hermosas, esbeltas y misteriosas iglesias, pero llegó la revolución y con ella en México, al igual que en Europa con la Gran Guerra, cambió todo en cuanto al arte se refiere. Una pena.

viernes, 13 de marzo de 2015

200 años de poesía mexicana

Este libro es una recopilación de poesías mexicanas a lo largo de dos siglos. Están los mejores. Y otros de relleno. Se trata de una edición conmemorativa que surgió con motivo del bicentenario de la independencia y del centenario de esa matanza por intereses políticos y egoístas que muchos torpemente, y por ignorancia o conveniencia, conocen como una revolución por los derechos de las clases más menesterosas. Nada más lejos de la triste realidad.
Pese a que es un libro que podríamos llamar de colección, no es tapa dura, mas por el contenido bien vale la pena hacerse de él. No sólo están los poetas consumados, sino otros escritores que débilmente se dedicaron a la poesía. Encontramos poemas de Andrés Quintana Roo y Fernando del Paso. Falta Álvaro Obregón con sus Fuegos fatuos, un poema tan extraordinario que merece ser difundido aunque lo haya escrito un matón venido a presidente con delirios de faraón. La poesía no se juzga por quién la escribe ni para quién. Es una breve reseña en clave de la evolución de la vida, de sus miserias y sus tristezas, de sus recuerdos más dolorosos que a veces, algunas pocas, se convierten el bellisímos poemas.
En fin, un libro ideal para quien quiera reunir en poco espacio a casi todos los poetas que han nacido y escrito desde poco antes que México fuera un país independiente.

miércoles, 11 de marzo de 2015

La ruta de la libertad – Fernando Benítez

De Fernando Benítez ya he hablado anteriormente. Reseñé si impagable novela El rey viejo, una de las mejores novelas mexicanas del siglo pasado y quizás la mejor de las que tienen a la revolución mexicana como marco.
El autor dio vuelo a su prosa con la historia de México. Se ocupó de personajes y períodos desde la conquista hasta la revolución, lo que le dio el honor de ser uno de los más refutados hombres de letras de su tiempo, y de su carrera como escritor, que no fue para nada corta.
En La ruta de la libertad se ocupada nada menos que de Hidalgo. El libro es de mediados del siglo pasado, época en la que todavía el cura era por decreto el padre de la patria, un genio militar y político de manera indiscutible. Recordemos que como el propio pueblo de México fusiló a sus dos consumadores de la Independencia, Iturbide y Guerrero, sobre Hidalgo recayeron todos los títulos y honores dado que él fue fusilado mientras luchaba por la libertad de su país, por más que el propio cura haya dejado claro que su guerra era una rebeldía contra el rey usurpador de España, José Bonaparte.
El libro no es muy extenso, de hecho narra solo la ruta que siguió Hidalgo hasta que fue derrotado, capturado y pasado por las armas. Benítez evita en todo momento glorificar al cura, pero sí es muy respetuoso y muestra una gran admiración por el personaje.
En la última página deja claro que México es libre gracias a “ese pequeño anciano que cayó bañado en sangre en Chihuahua”, en un desierto, mal sitio para morir tratándose de un hombre que toda su vida había radicado en lugares con eterna primavera.

martes, 10 de marzo de 2015

Adios, Mona Lisa –Roberto Zapperi

El título de este libro surge partiendo del hecho que pretende probar que la mujer que prestó al rostro a Da Vinci para el retrato más famoso del mundo no es Lisa Gherardini, la esposa del mercader Francesco Giocondo. El autor atribuye este error que ha perdurado por medio milenio a la necesidad de los historiadores del arte de creer a  Giorgio Vasari cuando escribió en su libro Vidas de artistas que el rey de Francia poseía un cuadro pintado por Leonardo Da Vinci, cuya retratada era Lisa Gherardini.
Vasari escribió su libro muchos años después de la muerte de Leonardo y, según Zapperi, no contaba con información sólida para hacer tal afirmación. El autor toma desde el principio otra línea de investigación: las memorias de un viaje de un clérigo llamado Antonio de Beatis, secretario del rico y aristocrático cardenal Luis de Aragón.
Según de Beatis, su señor se entrevistó con Da Vinci en Francia, y éste le mostró el cuadro de la Mona Lisa y le dijo que se lo había encargado su fallecido mecenas, Juliano II de Médicis. Así las cosas, este vástago de la más famosa familia del renacimiento italiano no tenía por qué encargar el retrato de la esposa de un mercader, un tal Giocondo, al no conocer a ninguno de los dos.
Zapperi deja a un lado a esta familia enriquecida a medias por el comercio y se sumerge en la biografía de Juliano II de Médicis para averiguar quién pudo ser la mujer que tanto influyó en su vida como para que le encargara su retrato al más famoso maestro de la época. El autor se decanta por esta línea de investigación argumentando que si Da Vinci mismo confesó quién le había encargado esa pintura, ¿por qué creer a un tal Vasari, quien ni siquiera fue contemporáneo suyo?
La tarea de Zapeeri no fue sencilla, no porque Juliano fue un calenturiento, adicto a las mujeres y a la buena vida. Despreció las funciones de gobierno propias de su estirpe y se preocupó siempre por ir en busca del placer. Así que, ¿quién de todas sus amantes,  o de sus posibles amantes, podría ser la retratada en el cuadro que le encargó a Da Vinci?
A falta de documentación -como no sabía que la pintura sería después la más famosa del mundo, Da Vinci no dejó nada escrito sobre ella-, Zapperi se guía por tenues pistas en las que desde luego es muy sencillo perderse. Pero no le importa. Al concluir su libro, cree que ha aportado las pruebas necesarias para decir: Adiós, Mona (señora) Lisa (Lisa Gherardini), dando a entender que hay que despedirla porque ella no es la retratada en el cuadro que está en el Museo del Louvre.

lunes, 2 de marzo de 2015

Maximiliano prisionero de Miramar –Edmundo Domínguez Aragonés

Esta novela parte de la idea de que el emperador Maximiliano escapó -aunque en realidad no, pero abundar sería revelar el final- de Querétaro y pudo regresar a Trieste, a su amado castillo de Miramar, donde tuvo que vivir como prisionero, haciendo honor a su calidad de muerto.
Estamos en abril de 1912 -han pasado dos días del hundimiento del Titanic- contemplando a un Maximiliano ya envejecido, y contento de no haber sido invitado a navegar en el barco siniestrado, rodeado de sus piezas históricas que ha reunido en Miramar, entre ellas a la señora de Miramón, el príncipe Carl Khevenhüller, el doctor Samuel Basch, su cocinero Tüdös, Carlota y él, como la pieza más valorada dentro del museo.
A esta reunión eterna de ancianos enclaustrados en el imponente castillo se unen una reportera norteamericana y el hijo del emperador con la “india bonita”, aunque aquí no se llama Julián Sedano. La reportera ha acudido al castillo con la intención de que el emperador le revele cómo escapo.
Maximiliano, ya viejo y adicto al brandy, con su afición al arte intacta, cuenta su historia a la vez que recorre algunos pasajes de su vida, de la vida de miembros de su familia y las desgracias y sinsabores de ésta. Al final de la narración el lector se queda con la certeza de que el emperador sí fue fusilado para consolidación de la república y para no poner en duda la mano durísima de Juárez, pero también puede contemplar conmovido a ese viejo que habita Miramar, con aspecto fantasmagórico pero que es de carne y hueso -dentro de la novela, claro está-, con capacidad para resistir el brandy y buen conversador.
La novela en su gran mayoría tiende a la comicidad con más o menos éxito. Como ejemplo, podemos ver a un joven pintor Adolf Hitler que ha acudido a Miramar para que Maximiliano le pague unas acuarelas que le envió, pero también con la intención de obtener empleo embelleciendo el palacio. El futuro dictador se marcha furioso porque el pago por sus acuarelas no fue el que esperaba.
He disfrutado leyendo esta novela. Es buena sin llegar a tanto, muy original y algo divertida, no aburre, aunque abundan los errores que no fueron corregidos antes de mandarla a imprenta. Insisto en lo dicho en otras entradas: el Segundo Imperio mexicano es una fuente inagotable de literatura, buena, mala y regular.