lunes, 31 de diciembre de 2012

El rey viejo – Fernando Benítez


Muchas veces me había encontrado con esta novela en librerías sin que me decidiera a leerla. Desconfío casi por antonomasia de cualquier libro que veo en todas partes. Por fin hace poco decidí llevarme a casa El rey viejo y me puse inmediatamente a leer. Me sorprendí mucho porque es sin duda una obra maestra, una de las mejores novelas mexicanas de cuantas se escribieron en el siglo pasado.
Aunque es una novela revolucionaria no fue escrita en los años posteriores al conflicto; su autor, Fernando Benítez, la publicó en 1959, cuando la revolución era ya más un mito desfigurado que un doloroso presente.
La novela relata los últimos días de vida del presidente Venustiano Carranza. Inicia poco antes de que él decide trasladarse a Veracruz al darse cuenta de que la mayor parte de ejército lo ha traicionado y se ha pasado al bando de los sonorenses.
El narrador es un personaje educado y culto que goza de la amistad de Carranza y que ocupa un puesto dentro de su gabinete. Desde su perspectiva el lector aprecia la difícil situación que vivía el gobierno carrancista, la fortaleza del presidente y de algunos militares que permanecieron fieles a él, como el general Francisco Murguía, hombre bravo entre los bravos y de una sola lealtad.
Parte de la novela transcurre en los trenes que llevaban al gobierno constitucional rumbo a Veracruz, trenes perseguidos por la traición que de ninguna manera podían llegar a su destino. Después el narrador nos lleva a la sierra de Puebla, en un difícil trayecto camino a Tlaxcalantongo, hacia el previsible final que los sonorenses habían planeado para Carranza y del que no podía escapar.
El mayor mérito dentro de la novela radica en la perfecta forma en cómo el autor retrató la lucha de la voluntad de Carranza contra el caudillismo. Aquella traición de los sonorenses no se debió a diferencias ideológicas sino de intereses. Los militares sólo podían estar contentos en la guerra o en el poder. Una vez terminada la guerra, con Villa como único enemigo escondido en la sierra de Chihuahua, era imposible que un descomunal ejército ocioso decidiera sencillamente desaparecer y dar paso al México civil. Tanto heroísmo por parte de los militares era sólo un sueño de Carranza, ellos querían su recompensa por haber luchado en la revolución y no aceptarían que se les arrebatara la presidencia.
Carranza, como Cicerón, quería a los militares fuera del poder porque no ignoraba lo peligrosos que podían ser, y como a Cicerón también lo mandaron matar, porque cuando los militares han decidido adueñarse del poder es imposible detenerlos si no hay otros militares que se les opongan. 

Le otra reseña: Maximiliano íntimo

viernes, 14 de diciembre de 2012

Pedro Lascuráin, el presidente impoluto


En la historia de México hemos tenido presidente verdaderamente detestables. Y más en tiempos de revolución. Algunos no sólo se apropiaron junto con su familia, allegados, amantes, compinches y demás, de los fondos públicos, también dejaron la economía del país en el más puro esqueleto.
Hemos tenido, desgraciadamente, de todo, de todo lo malo, en cuanto a presidentes se refiere. Empezando por el noble Vicente Guerrero, que no sabía casi leer y menos gobernar; pasando al desequilibrado comediante y corrupto Santa Anna, quien tampoco sabía gobernar pero su amor por el protagonismo lo hacía fingir que sí sabía. Experto era este hombre en vaciar las arcas de la nación. Luego en tiempos de guerra devolvía un poco de lo robado para fortalecer al ejército, porque patriota, ese loco insufrible, sí era.
También tuvimos al rustico Juan Álvarez, militar medio cobardón pero cacique en su región que se apropió unos meses de la presidencia sin saber exactamente en qué consistían sus funciones. Y cómo olvidar a los presidentes triunfadores de la revolución, los peores que hubo en ese entonces en el continente. Obregón y Calles no sólo fueron un par de fanáticos dispuestos a todo lo malo, también fueron los fundadores de un régimen más intransigente que ellos que aplastó la economía ya de por sí aplastada, muy aplastada, por la revolución.
Y para cerrar el siglo pasado, México tuvo la malísima suerte de tener tres pésimos presidentes uno tras otro. Es cierto que un mal presidente puede ser soportado. Hasta en Estados Unidos lo hacen, pero siempre y cuando tras él llegue otro que contrarreste sus fracasos. Pero si detrás de uno malo llega uno pésimo y tras éste otro peor, las consecuencias tienen que ser por lógica devastadoras.
México padeció a Echeverria, a López Portillo y a De la Madrid uno tras otro. Fueron dieciocho largos años en los que el mexicano tuvo que aprender a vivir fingiendo que comía. Tuvo que ser Salinas, el Innombrable acusado todo tipo de corrupciones y actos inhumanos y antipatriotas, el que le dio un nuevo empuje a la devastadísima economía nacional.
Y en fin, hemos tenido presidentes de todo tipo. Malos, muy malos, y torpes, muy torpes, desde matones consumados hasta comunistas más comunistas que Stalin. Pero México también tiene el antecedente de haber sido gobernado por un presidente impoluto. Se fue tan limpio que ni en Estados Unidos han tenido otro igual. No devastó la economía, no se llenó los bolsillos, no hizo inversiones idiotas, no deterioró las relaciones con el exterior, no abusó de su poder, incluso aunque le tocó gobernar en una época turbulenta no cometió crímenes de Estado. En resumen, este presidente no le hizo ningún daño a su país.
Su período presidencial, es cierto, fue breve. Quizás por eso no metió la pata ni se endiosó con el poder. Pero es el único presidente de México al que los historiadores no podrían acusar de haber sido corrupto durante su administración, que ya es mérito. Se llamó Pedro Lascuráin, y gobernó cuarenta y cinco largos… minutos.

Lee otra reseña: El triste porvenir de los países latinoamericanos