En la
historia de México hemos tenido presidente verdaderamente detestables. Y más en
tiempos de revolución. Algunos no sólo se apropiaron junto con su familia,
allegados, amantes, compinches y demás, de los fondos públicos, también dejaron la economía del país en el más puro esqueleto.
Hemos tenido,
desgraciadamente, de todo, de todo lo malo, en cuanto a presidentes se refiere.
Empezando por el noble Vicente Guerrero, que no sabía casi leer y menos
gobernar; pasando al desequilibrado comediante y corrupto Santa Anna, quien
tampoco sabía gobernar pero su amor por el protagonismo lo hacía fingir que sí
sabía. Experto era este hombre en vaciar las arcas de la nación. Luego en
tiempos de guerra devolvía un poco de lo robado para fortalecer al ejército,
porque patriota, ese loco insufrible, sí era.
También tuvimos
al rustico Juan Álvarez, militar medio cobardón pero cacique en su región que
se apropió unos meses de la presidencia sin saber exactamente en qué consistían
sus funciones. Y cómo olvidar a los presidentes triunfadores de la revolución,
los peores que hubo en ese entonces en el continente. Obregón y Calles no sólo
fueron un par de fanáticos dispuestos a todo lo malo, también fueron los fundadores de un régimen
más intransigente que ellos que aplastó la economía ya de por sí aplastada, muy
aplastada, por la revolución.
Y para
cerrar el siglo pasado, México tuvo la malísima suerte de tener tres pésimos
presidentes uno tras otro. Es cierto que un mal presidente puede ser soportado.
Hasta en Estados Unidos lo hacen, pero siempre y cuando tras él llegue otro que
contrarreste sus fracasos. Pero si detrás de uno malo llega uno pésimo y tras éste
otro peor, las consecuencias tienen que ser por lógica devastadoras.
México
padeció a Echeverria, a López Portillo y a De la Madrid uno tras otro. Fueron
dieciocho largos años en los que el mexicano tuvo que aprender a vivir
fingiendo que comía. Tuvo que ser Salinas, el Innombrable acusado todo tipo de corrupciones y actos inhumanos y antipatriotas,
el que le dio un nuevo empuje a la devastadísima economía nacional.
Y en fin,
hemos tenido presidentes de todo tipo. Malos, muy malos, y torpes, muy torpes, desde
matones consumados hasta comunistas más comunistas que Stalin. Pero México también tiene el antecedente de haber sido gobernado por un presidente impoluto. Se fue tan limpio
que ni en Estados Unidos han tenido otro igual. No devastó la economía, no se llenó los bolsillos, no hizo
inversiones idiotas, no deterioró las relaciones con el exterior, no abusó de
su poder, incluso aunque le tocó gobernar en una época turbulenta
no cometió crímenes de Estado. En resumen, este presidente no le hizo ningún
daño a su país.
Su período presidencial, es cierto, fue breve. Quizás por eso no metió la pata ni se endiosó con el poder. Pero es el único presidente de México al que los historiadores no podrían acusar de haber sido corrupto durante su administración, que ya es mérito. Se llamó Pedro Lascuráin, y gobernó cuarenta y cinco largos… minutos.
Lee otra reseña: El triste porvenir de los países latinoamericanos
Su período presidencial, es cierto, fue breve. Quizás por eso no metió la pata ni se endiosó con el poder. Pero es el único presidente de México al que los historiadores no podrían acusar de haber sido corrupto durante su administración, que ya es mérito. Se llamó Pedro Lascuráin, y gobernó cuarenta y cinco largos… minutos.
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