Aunque quizás es un reducidísimo porcentaje
de la población mexicana, hay quienes sienten, ruborizados, un poco de
nostalgia al tocar el tema del Segundo Imperio, aunque, en términos histórico-políticos,
se trata solamente de un período brevísimo de la historia de México, así que
esa nostalgia no obedece a la realidad, sino a lo que pudo ser y no fue.
Si revisamos una biografía de
Napoleón III, el financiador de ese trozo de nuestra historia, hallaremos a
Maximiliano y su aventura mexicana sólo en un capítulo de, cuando mucho, unas
veinte páginas. No fue, para la historia mundial, algo de relevancia. El Segundo Imperio
mexicano se cuece sólo en México, porque si
bien nunca logró consolidarse y fue breve, dejó, tras todos los
desastres ocurridos desde la Independencia, el único intento romántico de
grandeza.
En Grecia añoran los tiempos de
Alejandro Magno, en Rumania incluso los del temible Vlad Drácula, en Austria la
época de los Habsburgo, porque al ser esos países ahora insignificantes –todo sea
dicho, con perdón-, sus habitantes, imbuidos quizás en cierto nacionalismo, no
hallan manera de satisfacer sus emociones patrióticas más que mirando al
pasado.
El extraño caso de México radica
en que ese pasado en realidad no existe. Maximiliano fracasó y fue fusilado, y
México consolidó una república que pasó a ser el vecino maltratado de los
yanquis. Así las cosas, la nostalgia mexicana ni siquiera fija su atención en
algo que fue –quizás por no existir-, sino en algo que pudo ser y no fue. Es, en
realidad, una nostalgia casi imperceptible, pero que en un pequeño porcentaje
de la población sí que existe. He escuchado que en Querétaro, en el mismísimo Cerro
de las Campanas, en el punto exacto del triple fusilamiento, justo donde ahora
reluce una capilla neogótica, cada año, cada 19 de junio, se celebra una misa
no en honor al emperador, sino en honor a esa nostalgia.