En infinidad de charlas con
amigos aficionados a la historia de México hemos concluido que Porfirio Díaz
sería un héroe de magnitudes inigualables si su biografía hubiera terminado con
su etapa como militar victorioso. Recordemos que Ignacio Zaragoza es quien es y
tiene tantos monumentos en su honor porque como general victorioso y defensor
de la patria murió joven. Es verdad que Zaragoza no se interesaba en política,
que posiblemente de haber sobrevivido no hubiera caído en la tentación de
empeñarse en ser presidente. Pero lo interesante es imaginar a Díaz muerto de
cualquier enfermedad a los treinta y tantos años, cubierto de gloria como un
soldado patriota y valiente, dispuesto siempre al sacrificio por los suyos. Sería,
con toda seguridad, un héroe vanagloriado por los políticos y algún estado
llevaría su nombre, junto con infinidad de municipios, escuelas, parques y
avenidas.
Sus ambiciones políticas, sin
embargo, lo llevaron a la presidencia, a eternizarse en ella y a gozar de un
poder omnipotente, pero también a ser odiado y degradado tras la revolución. Sin
duda eso fue lo que más le dolió. Era, como defensor de su pueblo, algo
vanidoso y quería que los suyos lo recordaran como un buen mexicano, lo que
dejó más que claro tras leer el texto de su renuncia. Los gobiernos
postrevolucionarios, es decir el PRI, le echaron tierra a su trayectoria como
militar valiente y patriota y lo catapultaron a los libros de historia como
dictador asesino y enfermo de poder, estigma que le duró un siglo y que apenas,
tímidamente, empieza a sacudirse.
Sin embargo, de Díaz se puede
decir mucho sobre sus defectos, pero como otros lo han dicho ya de Santa Anna y quizás con poca credibilidad, de él sí se puede argumentar que por su patria
peleó siempre, peleó bien y jamás contra ella. En la reciente novela de Adam J.
Oderoll, Carlota y Maximiliano: la dinastía de los Habsburgo en México, el autor ofrece esa otra faceta de
Díaz, la de héroe. En una historia alternativa en la que Juárez muere a media
contienda y Maximiliano logra triunfar, Díaz es un icono de la resistencia republicana,
y al ser derrotado por Miramón en una batalla decisiva, es pasado por las armas
con el general Tomás Mejía de testigo.
Llama la atención un dialogo que tienen justo
antes del fusilamiento: Díaz le pide a Mejía que sus restos sean llevados a
Oaxaca, y cuando el general queretano se lo promete, se muestra satisfecho
puesto que ahora tiene la seguridad de que sus restos no saldrán de México,
como se suponía que harían los conservadores para que los republicanos no
tuviera una tumba adonde ir a visitarlo. Al estar esperando la descarga final,
Díaz dice que le habría dolido mucho ser sepultado en suelo ajeno, puesto que
siempre había luchado por su patria y nunca contra ella. Y en la realidad,
lejos de la ficción, ese dictador que también fue un valiente general y muy
patriota, que ya octogenario en París llegó a decir que si Estados Unidos
declaraba la guerra a México él volvería desde el exilio para pelear, está
sepultado muy lejos de la patria que lo vio nacer. Quizás, si revisamos bien la
historia, son muchos los políticos mexicanos quienes merecen más que Díaz ese
destierro, algunos muy contemporáneos, y
que sin embargo descansas en su patria.