viernes, 26 de junio de 2020

El Segundo Imperio mexicano o la nostalgia de lo que no fue


Aunque quizás es un reducidísimo porcentaje de la población mexicana, hay quienes sienten, ruborizados, un poco de nostalgia al tocar el tema del Segundo Imperio, aunque, en términos histórico-políticos, se trata solamente de un período brevísimo de la historia de México, así que esa nostalgia no obedece a la realidad, sino a lo que pudo ser y no fue.
Si revisamos una biografía de Napoleón III, el financiador de ese trozo de nuestra historia, hallaremos a Maximiliano y su aventura mexicana sólo en un capítulo de, cuando mucho, unas veinte páginas. No fue, para la historia mundial,  algo de relevancia. El Segundo Imperio mexicano se cuece sólo en México, porque si  bien nunca logró consolidarse y fue breve, dejó, tras todos los desastres ocurridos desde la Independencia, el único intento romántico de grandeza.
En Grecia añoran los tiempos de Alejandro Magno, en Rumania incluso los del temible Vlad Drácula, en Austria la época de los Habsburgo, porque al ser esos países ahora insignificantes –todo sea dicho, con perdón-, sus habitantes, imbuidos quizás en cierto nacionalismo, no hallan manera de satisfacer sus emociones patrióticas más que mirando al pasado.
El extraño caso de México radica en que ese pasado en realidad no existe. Maximiliano fracasó y fue fusilado, y México consolidó una república que pasó a ser el vecino maltratado de los yanquis. Así las cosas, la nostalgia mexicana ni siquiera fija su atención en algo que fue –quizás por no existir-, sino en algo que pudo ser y no fue. Es, en realidad, una nostalgia casi imperceptible, pero que en un pequeño porcentaje de la población sí que existe. He escuchado que en Querétaro, en el mismísimo Cerro de las Campanas, en el punto exacto del triple fusilamiento, justo donde ahora reluce una capilla neogótica, cada año, cada 19 de junio, se celebra una misa no en honor al emperador, sino en honor a esa nostalgia.

domingo, 21 de junio de 2020

La ciudad sin nombre – José Luis Trueba Lara


Esta novela corta es una especie de “visión de los vencidos” desde la perspectiva de un niño, un niño mexica que se siente orgulloso de ser lo que es, de su pueblo y del emperador que todo lo domina, del respeto y temor que causa el imperio donde le ha tocado la suerte de nacer, y del porvenir que le aguarda.
Pero su infancia y sus proyectos de vida, su familia, su ciudad y la cosmovisión en la que ha sido educado se desmoronan con la llegada de unos guerreros que montan venados sin cuernos, guerreros salvajes y despiadados que de un día para otro lo destruyen todo.
El niño observa, desde su ignorancia y su inocencia, desde su cuadrado mundo, cómo su emperador huye para caer al poco tiempo prisionero del enemigo, cómo todo a su alrededor lo destruyen y cómo lo envuelve la nada, y cómo llega el fin de todo sin perder necesariamente la vida.
Estamos ante una historia que nos ofrece esa visión desde la infantil ignorancia que tiene que ver más no aceptar que su mundo entero desaparece, con la única posibilidad a fin de cuentas de caminar tristemente hacia la nada, a si ver allá ha quedado algo.
La novela no pretende instruirnos sobre la historia de la conquista, sino  llevarnos a intentar imaginar cómo fue aquella masacre vista por un niño, y, ante todo, cómo lo vivió ese niño. Creo que en ese único objetivo – el del niño que lo ve todo pero que no logra comprender nada, ya explorado por otros autores en otras tragedias de la humanidad- la novela fracasa. No logra llevarnos a la pena que siente el niño porque todo, todo ese drama de muerte, de desesperación, de dioses que se negaron a última hora a ayudar a sus fieles, transcurre muy rápido.
El argumento, aunque  trillado, es aceptable. En el desarrollo es donde quizás el autor nos sale a deber. En fin, que para todo hay gustos y opiniones.

sábado, 20 de junio de 2020

¿Andrés de Tapia no vio a la Coatlicue?


La Coatlicue es quizás la escultura del arte universal que menos se entiende a primera vista, toda vez que esa primera vista también revela que tiene muchos secretos ceñidos a su cuerpo pétreo. Algunos se han revelado ya pero muchos otros, quizás la mayoría, podrían permanecer ocultos para siempre. Tenemos, no obstante, el privilegio de investigar, de observarla y sacar conclusiones, siempre y cuando aceptemos que aquello que podamos aportar sobre ella, tendrá congruencia para algunos y para otros podría significar muy poco o nada.
Casi todo sobre ella son conjeturas, las cuales entre más amplias y más complejas sean no quiere decir que se apeguen por completo a la realidad. Los estudios no es que no sean interesantes, algunos incluso están llenos de rigor académico, pero hay que aceptar que entre la Coatlicue y nosotros existe una cosmovisión perdida, situación que la vuelve indescifrable del todo.
El documento más antiguo que quizás hace mención de ella, es la relación del conquistador Andrés de Tapia, texto que sitúa su figura, ataviada de joyas cual deidad fue, en la cúspide del Templo Mayor. Yo no encuentro en la mencionada relación la certeza o incluso la seguridad que otras personas, apoyadas por una amplia investigación, le atribuyen. Aun así, De Tapia nos legó un importantísimo texto que, analizado en conjunto con otras crónicas de los demás conquistadores, nos sirve para visualizar aspectos característicos de las esculturas del Templo Mayor, donde, ciertamente, también cabe la Coatlicue.
Desaparecida en los turbulentos tiempos de la conquista, fue hallada a finales del período colonial, donde aun cuando descubrieron la importancia oculta en su mística figura llena de símbolos casi indescifrables, los novohispanos no tenían deseos de verla, razón por la cual la devolvieron a la tierra, reconociéndole tan sólo el derecho de permanecer de una sola pieza pero no el de asustar a nadie.
El México independiente no significó para la escultura una reivindicación, a penas y le valió el desentierro. Los prejuicios y las modas que un país inseguro quería copiar de Europa, le valieron décadas y más décadas de ostracismo estético, no obstante que los estudiosos, sabedores de su importancia y a veces incluso de su belleza, sí se ocupaban de ella tratando de arrancarle sus secretos. Ese olvido del pueblo y la atención de quienes voltean a verla por motivos meramente académicos, a pesar de la revolución estética y cultural que se dio como resultado de la revolución armada de principios del siglo pasado, siguen acotando mayormente su importancia simbólica, artística e histórica.  
Así pues, escribir sobre la Coatlicue es una labor nada sencilla. Es una escultura que sí bien tiene mucho qué decirnos, comprenderla del todo resulta una tarea muy compleja. Sobre ella se vale equivocarse, se vale rectificar y se vale debatir. Dada su infinita complejidad, una escultura como la Coatlicue merece leyenda y merece mito, y merece también diversas interpretaciones tanto simbólicas como estéticas. Acertadas o no, a fin de cuentas le hacen honor a su importancia.

Libro de Adam J. Oderoll, el texto anterior es el prologo de la obra, a la venta en Amazon

lunes, 13 de abril de 2020

La moral y la historia

Nunca he entendido cómo es que los políticos, empecinados en sentirse depositarios de una misión paternalista con los pueblos, se empeñan en usar la historia como fuente de educación, como guía moral y como paraíso de virtudes, con toda la intención de educar a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes y, en fin, a toda la población.
El problema que allí radica, el gran problema, es que para darle tal uso a la historia, es imprescindible la necesidad de falsearla, de alterarla, de contarla mal, de tener una jauría de académicos a sueldo del gobierno que, cuando alguien contradice el oficialismo, saltan encima del apostata para desprestigiarlo.
Porque ningún país tiene una historia moralmente perfecta. Los Padres Fundadores de yanqulandia, grandes intelectuales que pusieron los cimientos de una hiperpotencia y, aceptémoslo, de la democracia que mejor funciona en el planeta, esos grandes hombres que tanto escribieron en favor de la libertad…: tenían esclavos.
Pero digamos que en Estados Unidos no son tantos los pecados que ocultan de sus héroes, toda vez que puede haber cosas que el mundo observa con horror y para los yanquis son proezas inmortales. En México, por el contrario, vaya que sí se han ocultado más cosas. Callamos, por ejemplo, que el cura Hidalgo, un hombre de Dios, era sumamente despiadado con sus enemigos, y a veces con quienes ni siquiera lo eran; que el general Vicente Guerrero llegó a desear que el embajador yanqui fuera su presidente; que Santa Anna no fracasó sólo en la guerra (fracasó con él todo el país); que Juárez también pensaba vender un trozo de su patria a cambio de poder; que los franceses no se fueron dejando solo a Maximiliano por la bravura de las tropas juaristas (se fueron amenazados por ejercito de los Estados Unidos); que Villa siempre fue más eficiente como asesino desalmado (con sus propias manos) que como general; que Díaz dejó al país casi intacto, pero que “los héroes” que lo llevaron al exilio no supieron repartirse bien el pastel y terminaron matándose unos a otros durante muchos, muchos años…, y de pasada, claro, dejaron el país en la más completa ruina.
Y en fin que, como ya lo dije, la historia no puede ser un manual de moralidad. Para que sea tal cosa, indudablemente tenemos que falsearla.

miércoles, 14 de febrero de 2018

La otra historia: ¿Y si Maximiliano hubiera vencido a Juárez?


Por fin, hace un par de semanas, terminé de leer la novela “Carlota y Maximiliano: la dinastía de los Habsburgo en México”, obra extraordinaria que nos ofrece una historia alternativa en la que Maximiliano logró vencer a los republicanos y formar un verdadero y poderoso imperio justo frente a los Estados Unidos.
La novela da constantes saltos en el tiempo, aunque la historia, por decirlo así, crucial, ocurre en nuestra época, con un emperador Maximiliano IV recién fallecido y su único hijo vivo, un joven romántico sin deseos gobernar, sube temeroso al trono de un imperio con niveles de corrupción mínimos, cuya frontera sur limita con Colombia, con 260 millones de habitantes, con una economía de primer mundo y un ejército capaz de hacerle sombra al de los Estados Unidos.
El advenimiento al trono del joven Fernando Carlos I de México coincide con la toma de posesión de Trump como presidente de los Estados Unidos. Las diferencias, como en la historia real, llegan desde el primer momento, pero tratándose de dos potencias, el riesgo de un conflicto serio es muy alto, ya que el joven emperador no está obligado a fingir que no escucha los insultos, como sí tuvo que hacer Peña Nieto.
Y mientras Fernando Carlos aprende a gobernar, la novela nos regresa infinidad de veces al pasado, para mostrarnos cómo fue que Maximiliano –gracias a una prematura muerte de Juárez en el 1866-, logró vencer a los republicanos, y otros aspectos por demás interesantes como el hecho de que él y Carlota lograran tener un hijo, cuando su matrimonio había sido estéril por muchos años, qué pasó con Miramón, con Tomás Mejía, con Porfirio Díaz; cuál fue el destino de hombres cruciales en la revolución como Francisco I. Madero y Pancho Villa, qué hizo México, una potencia mundial, en las guerras mundiales. Y así muchas más cosas se nos van revelando a lo largo de la novela, hasta darnos un panorama muy extenso de esa otra historia de México, para que logremos comprender por qué el emperador tiene en su gabinete a personajes que se apellidan Iturbide, Bonaparte, Miramón y un sinfín de nombres cuyos antepasados fueron cruciales en la consolidación del imperio.
Hay algunos pasajes de la novela muy ingeniosos que he visto que otros lectores ya han notado. En los 50s del siglo pasado, según se menciona, llegó de Cuba Fidel Castro con sus seguidores a entrenarse en México, tal como ocurrió en la historia real. Pero en la novela Castro ya no puede volver a Cuba, se queda en una cárcel imperial a cumplir una condena de 30 años. Poco después, al saber del destino de Castro, nos enteramos que el presidente Kennedy no fue asesinado, sino que incluso logró reelegirse. Y en nuestra época, cuando se habla de la Cuba actual, se le describe como una potencia del comercio y un ejemplo de libertades en el mundo, a cargo de un presidente democráticamente elegido, llamado Carlos Alberto Montaner.
En fin pues, una novela que merece ser leída, tan solo para imaginar a ese otro México, una potencia mundial con una arquitectura, una cultura, una economía y una paz que, lamentablemente, no tenemos porque no hemos sabido construirlas.

viernes, 17 de noviembre de 2017

General Porfirio Díaz, el héroe que México niega

En infinidad de charlas con amigos aficionados a la historia de México hemos concluido que Porfirio Díaz sería un héroe de magnitudes inigualables si su biografía hubiera terminado con su etapa como militar victorioso. Recordemos que Ignacio Zaragoza es quien es y tiene tantos monumentos en su honor porque como general victorioso y defensor de la patria murió joven. Es verdad que Zaragoza no se interesaba en política, que posiblemente de haber sobrevivido no hubiera caído en la tentación de empeñarse en ser presidente. Pero lo interesante es imaginar a Díaz muerto de cualquier enfermedad a los treinta y tantos años, cubierto de gloria como un soldado patriota y valiente, dispuesto siempre al sacrificio por los suyos. Sería, con toda seguridad, un héroe vanagloriado por los políticos y algún estado llevaría su nombre, junto con infinidad de municipios, escuelas, parques y avenidas.
Sus ambiciones políticas, sin embargo, lo llevaron a la presidencia, a eternizarse en ella y a gozar de un poder omnipotente, pero también a ser odiado y degradado tras la revolución. Sin duda eso fue lo que más le dolió. Era, como defensor de su pueblo, algo vanidoso y quería que los suyos lo recordaran como un buen mexicano, lo que dejó más que claro tras leer el texto de su renuncia. Los gobiernos postrevolucionarios, es decir el PRI, le echaron tierra a su trayectoria como militar valiente y patriota y lo catapultaron a los libros de historia como dictador asesino y enfermo de poder, estigma que le duró un siglo y que apenas, tímidamente, empieza a sacudirse.
Sin embargo, de Díaz se puede decir mucho sobre sus defectos, pero como otros lo han dicho ya de Santa Anna y quizás con poca credibilidad, de él sí se puede argumentar que por su patria peleó siempre, peleó bien y jamás contra ella. En la reciente novela de Adam J. Oderoll, Carlota y Maximiliano: la dinastía de los Habsburgo en México, el autor ofrece esa otra faceta de Díaz, la de héroe. En una historia alternativa en la que Juárez muere a media contienda y Maximiliano logra triunfar, Díaz es un icono de la resistencia republicana, y al ser derrotado por Miramón en una batalla decisiva, es pasado por las armas con el general Tomás Mejía de testigo.
Llama la atención un dialogo que tienen justo antes del fusilamiento: Díaz le pide a Mejía que sus restos sean llevados a Oaxaca, y cuando el general queretano se lo promete, se muestra satisfecho puesto que ahora tiene la seguridad de que sus restos no saldrán de México, como se suponía que harían los conservadores para que los republicanos no tuviera una tumba adonde ir a visitarlo. Al estar esperando la descarga final, Díaz dice que le habría dolido mucho ser sepultado en suelo ajeno, puesto que siempre había luchado por su patria y nunca contra ella. Y en la realidad, lejos de la ficción, ese dictador que también fue un valiente general y muy patriota, que ya octogenario en París llegó a decir que si Estados Unidos declaraba la guerra a México él volvería desde el exilio para pelear, está sepultado muy lejos de la patria que lo vio nacer. Quizás, si revisamos bien la historia, son muchos los políticos mexicanos quienes merecen más que Díaz ese destierro, algunos muy contemporáneos,  y que sin embargo descansas en su patria. 

domingo, 21 de mayo de 2017

José María Gutiérrez de Estrada, el diplomático de Dios

Mucho se ha escrito sobre el Imperio de Maximiliano en México, se le han dedicado ensayos y novelas desde el mismo epilogo de Querétaro. Apenas un año después del triple fusilamiento, Juan Antonio Mateos publicó su novela El Cerro de las Campanas, Memorias de un guerrillero, y hace apenas un par de semanas Adam J. Oderoll sacó a la luz Carlota y Maximiliano, la dinastía de los Habsburgo en México, una historia alternativa en la que el imperio logró sobrevivir a Juárez y en la que actualmente México continúa gobernado por los descendientes de la pareja que llegó de Europa. El imperio ha sido, y ya lo he dicho infinidad de veces, una fuente de literatura inagotable. La personalidad de Maximiliano, sus aspiraciones y sus verdaderas intenciones, se reedita cada generación de escritores, alegando siempre que todavía hay algo que contar.
Pero de entre tantos libros que se han escrito sobre el Segundo Imperio, la mayoría de los cuales he tratado de conseguir, no he hallado uno sólo sobre el padre ideológico, el hombre que fue crucial para que ese período de la historia de México existiera: José María Gutiérrez de Estrada.
El susodicho nació en el actual Campeche, antes parte de Yucatán, junto con el siglo diecinueve, en 1800. Quizás por nacer a acaballo entre dos siglos, siempre se le ha considerado un hombre anacrónico, con una mentalidad política desfasada de su tiempo, e incluso en el aspecto religioso se le ha tachado de medieval.
Siendo muy joven vio la independencia de México y aunque llegó a ocupar cargos importantes en el nuevo gobierno, los descalabros y la inestabilidad lo hicieron conversarse de que su patria sólo podría subsistir bajo el gobierno de una monarquía católica, encabezada por un príncipe europeo. Tras llegar a esa conclusión, que plasmó en una carta que lo llevó al exilio, echó candado a sus convicciones y las defendió toda su vida. Fue un fiel colaborador de Santa Anna, en tanto que amigo personal, pero no fue de los que se convencieron de que el general comediante fuera en realidad una opción de gobierno para México.
Ya exiliado en Europa, se la pasó de reino en reino buscando un buen príncipe católico que quisiera cruzar el Atlántico y encabezar una monarquía pegada a la frontera de los Estados Unidos. Gracias a su fortuna persona, que le permitía vivir sin trabajar, Gutiérrez hizo una amplia labor en la Europa postnapoleónica con la sola intención de  lograr que su patria tuviera una monarquía aceptada y apoyada por las del viejo continente.  Se entrevistó con personajes importantes, entre ellos el canciller de Austria, Clemente de Metternich, para conseguir consolidar sus propósitos.
Fue el destino quien después de mucho esfuerzo dedicado a su causa quizás más personal que patriótica, le acomodó las cosas para ver cumplido su sueño. Otro mexicano exiliado, José Manuel Hidalgo, Pepe para sus amigos y sin ningún parentesco con el cura de Dolores, logró convertirse en un gran amigo de la condesa de Montijo, María Manuela Kirkpatrick, y de su hija, la hermosa Eugenia. Estas dos se traían entre manos darle vuelta a Europa para conseguir el mejor marido posible para Eugenia. Y lo consiguieron. El pichón resultó ser el emperador de Francia, Napoleón III. Cuando su amiga se convirtió en emperatriz, Pepe Hidalgo, se las arregló para meterse en la corte y proponerles el proyecto de un imperio en México. Fue él quien logró traer a Maximiliano, pero indudablemente Hidalgo sólo cristalizó una idea a la que Gutiérrez de Estrada le había dedicado tiempo y esfuerzo durante décadas.
Algunos aseguran que sin Hidalgo, Gutiérrez no habría logrado absolutamente nada. Y tienen toda la razón. Hidalgo era un tipo joven y bastante guapo, galanura que al parecer disfrutaba presumir, en tanto que Gutiérrez era un viejo que desagradaba por su catolicismo anacrónico. Pero gracias a su esfuerzo de décadas para lograr la monarquía mexicana, tanto sus allegados como el propio Maximiliano lo consideraron el padre del Segundo Imperio, tratamiento por el cual, según parece, Hidalgo llegó a sentirse celoso.
Con el colapso de Querétaro, Gutiérrez no duró mucho.  Podría decirse que se fue a la tumba junto con su emperador. Hidalgo, que en ese entonces era joven, logró sobrevivir en el exilio, sufriendo a la distancia el desprecio de sus compatriotas y probando, el otrora embajador de Maximiliano ante Napoleón III, todos los sabores de la pobreza.
Los historiadores mexicanos se inclinaron por olvidarnos. Podríamos decir que el olvido fue su castigo. He buscado en infinidad de librerías, bazares e Internet, algunas biografías sobre ellos, libros dedicados exclusivamente a sus vidas, no meras menciones de medio capítulo, pero no he tenido éxito. Quizás, sencillamente, porque no las hay. 

jueves, 18 de mayo de 2017

Ni López Obrador, ni Peña, ni Calderón, un Bonaparte gobierna México

Napoleón Eugenio de Francia, destinado a
ser el emperador Napoleón IV, pero
tuvo que emigrar a Inglaterra a causa de la
derrota en la guerra franco-prusiana.
Anoche leí las primeras páginas de la novela, Carlota y Maximiliano: La dinastía de los Habsburgo en México, de Adam J. Oderoll, y para ello tuve que dejar a un lado Miramón: el hombre, de José Fuentes Mares, libro con el que llevo casi tres semanas y que no he podido terminar por exceso de trabajo.
Como ya mencioné en la entrada anterior, la novela de Oderoll es una historia ucrónica, en la cual el Imperio sí logró consolidarse, debido a una temprana muerte de Juárez, hacia 1866 (Juárez en realidad murió en 1872). Así las cosas, a México en esta historia alternativa aún lo gobiernan como emperadores los descendientes directos de Maximiliano y Carlota, sí, directos. (Y no me pregunten cómo es que ellos lograron tener descendencia).
Pues bien, los Habsburgo, en agradecimiento a aquellos que los ayudaron a consolidar su gobierno, llevan a sus herederos como miembros de su gabinete, de generación en generación. En lo poco que he leído de la novela, como hombres fuertes del actual emperador de México se menciona a los Miramón, a los Mejía, a los Khevenhüller, a los Iturbide, a los Bazaine, entre otros apellidos que lucharon del lado del imperio.
Me hizo gracia algo mientras leía, que fue lo que me llevó a escribir esta entrada. En la novela el emperador tiene como jefe de todos sus ministros a un Canciller del imperio, que al parecer guarda las funciones que debiera de tener un presidente, aunque sujetas siempre a la voluntad del emperador. Y el canciller actual, según se ve, lleva varios años en su cargo, el tiempo en el que en la historia real han gobernado Calderón y Peña (y López Obrador como presidente legítimo).
También se menciona que tras la guerra franco-prusiana, aquella que le costó el imperio a Napoleón III, éste y su familia no emigraron a Inglaterra, como efectivamente ocurrió (y donde su hijo se enroló en el ejército y murió luego peleando por él en África). En esta historia alternativa, Napoleón y Eugenia, tras perder su trono, al parecer aceptaron la hospitalidad del ya para entonces consolidado en su gobierno Maximiliano I de México. Así las cosas, el hijo no murió soltero a los veintitrés años en África, sino que vivió en México y tuvo descendencia.
Y esa descendencia se integró con el tiempo al gabinete imperial de los emperadores Habsburgo, quizás como militares y como ministros (todavía no llego a esa parte), pero la cuestión es que el actual canciller del imperio, que lleva unas funciones muy similares a las de un presidente, es un Bonaparte, Luis Bonaparte, para más señas.

domingo, 13 de marzo de 2016

El Juarismo como símbolo

Cualquier mexicano adulto que haga un poco de memoria y recuerde sus días de primaria y secundaria sin duda recordará que el propósito del plan de estudios en la asignatura de Historia de México consistía básicamente en meter a Juárez en la mente del niño como un símbolo nacional impoluto e inalterable, un ejemplo, un caudillo al que la patria tenía mucho que agradecer y cuyos principios el régimen actual practicaba religiosamente.
Esto no se debía a que el PRI anterior a Fox fuera realmente un continuador de Juárez y sus ideas. El PRI fue una dictadura que cambió de derecha a izquierda conforme los vaivenes de la política internacional lo arrastraban. Su continuidad liberal hacia Juárez y el juarismo nunca existió.
Pero Juárez se hizo secuestrable como símbolo para políticos descarados que quisieran lucrar con su imagen. Un indio del origen más humilde que no tenía ni el español por su lengua materna, idolatra de la ley, riguroso con el gasto público, con una voluntad de hierro, enfundado siempre en una imagen de juez recto, de patriarca sabio que perdura hasta nuestros días, es el símbolo ideal para los pueblos que añoran buenos políticos.
Juárez tuvo defectos, como todo hombre, pero en las turbulentas épocas en que le tocó acompañar a su país en un cargo importante no flaqueó; sí que cometió errores, no perdonó a sus enemigos y algunas veces ni a sus amigos. Pero fue un gran presidente que llegó tan lejos como a arriesgarse a ser considerado un traidor en aras de un país mejor, con leyes que permitieran una noble convivencia entre los mexicanos y un comercio sano.
Pero un hombre así no es imitable para la clase política, la clase política necesita dinero, inmunidad y privilegios, no sacrificarse. Juárez no fue abordado por el PRI con la intención de portarse a su imagen y semejanza. Sólo se apropiaron del símbolo. El buen uso de los símbolos del pasado muchas veces ayuda a que un pueblo no note la corrupción del presente. Ésa fue la función de Juárez con el PRI.

miércoles, 9 de marzo de 2016

El amigo del sicario – Adam J. Oderoll

Las más grandes novelas de Rusia y quizás de Europa fueron escritas en el siglo XIX por un puñado de grandes escritores que no hicieron más que retratar a su época y a su país, esa Rusia Zarista que practicó la esclavitud mucho después de que las monarquías absolutistas se habían desmoronado en todo el continente.
Hay quien dice que sólo así nacen las grandes novelas y en general las grandes obras de arte, las que describen la realidad tal cual es y en su momento, no medio siglo después cuando ya no levantan polvo. Pues bien, hoy, después de una larga ausencia, quiero hablar de El amigo del sicario, una novela mexicana que describe a México tal cual es justo ahora.
La novela nos lleva a conocer la historia de Sebastián, un niño educado en un pueblo por su abuela, de quien aprende el valor de la amistad con  principios épicos, de otros tiempos, cuando un amigo no era alguien a quien practicarle bullying sino alguien por quien se daba la vida. Pero Sebastián, por más que lo desea, no tiene ningún amigo, no va a la escuela y no convive con nadie. Al morir su abuela es enviado a la ciudad con sus padres, quienes no le hacen mucho caso.
El niño pasa el día en las calles, caminando, con hambre, en busca de un amigo al cual tratar como le enseñó su anciana abuela, con respeto, con honor, aceptándolo tal cual es, sin reparar en sus defectos. Un buen día ese amigo aparece con el nombre de Karonte, el mejor sicario de México, el más infalible y letal, una leyenda que causa miedo a su paso. Pero el Karonte no quiere amigos, no sabe incluso qué es a grandes rasgos la amistad. No obstante, se sorprende al ver que el niño no le tiene miedo, que le ofrece su amistad sabiendo cuál es su oficio.
Consumada la amistad, cada cual hace lo mejor para agradar a su amigo. El niño es todo un caballerito medieval, en su presencia nadie puede ofender a su matón amigo sin irritarlo. El sicario se convierte en un recipiente que absorbe todos los valores que el niño destila, todas sus máximas, y más que todas una: un hombre nunca perdona al que lastima a su amigo.
Pronto una ciudad atestada de criminales, y de policías y políticos corrompidos hasta la medula, cae en un reinado del terror porque el Karonte, el mejor sicario de todos, deambula en su camioneta Ford clásica dispuesto a dar la vida pero primero a matar a cuantos haga falta sólo por una poderosa razón, salvar a un amigo.
Una novela que nos lleva al violento México actual, con todo, absolutamente todo, lo que eso implica. Pero también una obra que nos lleva a conocer el valor de la amistad, ese que quizás sí ya no es actual, sino que se quedó perdida en otros tiempos.

jueves, 19 de marzo de 2015

El arte gótico en México

Uno de los estilos artísticos del pasado más hermosos, más enigmáticos e intimidantes sin duda es el gótico. Se trató de la consolidación, y evolución, del arte románico, toda vez que éste había sido más que una búsqueda de belleza un rompimiento con el arte clásico pagano del gran imperio que había sido Roma.
El gótico no llegó a México en su presentación arquitectónica.  Cuando Cortés invadió y conquistó el país Europa estaba disfrutando de los avances del renacimiento, por lo que ningún edificio con sus rosetones y su pináculo alargado se edificó no sólo en nuestro país sino en cualquier otra parte del continente.
Pero con la escultura hubo mejor suerte. Infinidad de templos del siglo XVI en varias partes del país están engalanados con obras góticas. La justificación de este anacronismo es fácilmente explicable. Los frailes evangelizadores, además de que no eran artistas, tenían por misión no innovar en las artes sino arrimar a los indios al cristianismo. Querían que éstos se empaparan del arte cristiano, y daba igual que fuera románico, gótico o renacentista, este último el contemporáneo por entonces.
Al haber en la escultura mucha más libertad que la arquitectura por sus dimensiones, costos, usos y responsabilidades, no fue difícil que bastantes estaturas religiosas fueran producidas en arte gótico, a partir de dibujos traídos del viejo continente.
La arquitectura tuvo que esperar varios siglos para imponer su belleza en el país. Pero ya no como gótica sino como neo. En el período romántico de las artes el estilo fue nuevamente adoptado en Europa y, como entonces las modas cruzaban el atlántico al igual que ahora, pronto empezó a germinar en América el gusto por la arquitectura neogótica.
Pero en México se edificó más bien poca. Algunas ciudades sólo cuentan con un ejemplar y otras con ninguno. El Santuario Guadalupano de Zamora quizás sea la obra más costosa que se hizo en el país en este estilo. ¿Por qué no se inundó México de neogótico pese a su gran belleza? Porque el gusto de la sociedad porfirista obedecía ciegamente al estilo neoclásico como parte de su característico afrancesamiento.
Quizás pudo haber evolucionado con los años hasta llegar un momento en que el neogótico superara por fin al neoclásico y hoy tendríamos muchas de esas hermosas, esbeltas y misteriosas iglesias, pero llegó la revolución y con ella en México, al igual que en Europa con la Gran Guerra, cambió todo en cuanto al arte se refiere. Una pena.

viernes, 13 de marzo de 2015

200 años de poesía mexicana

Este libro es una recopilación de poesías mexicanas a lo largo de dos siglos. Están los mejores. Y otros de relleno. Se trata de una edición conmemorativa que surgió con motivo del bicentenario de la independencia y del centenario de esa matanza por intereses políticos y egoístas que muchos torpemente, y por ignorancia o conveniencia, conocen como una revolución por los derechos de las clases más menesterosas. Nada más lejos de la triste realidad.
Pese a que es un libro que podríamos llamar de colección, no es tapa dura, mas por el contenido bien vale la pena hacerse de él. No sólo están los poetas consumados, sino otros escritores que débilmente se dedicaron a la poesía. Encontramos poemas de Andrés Quintana Roo y Fernando del Paso. Falta Álvaro Obregón con sus Fuegos fatuos, un poema tan extraordinario que merece ser difundido aunque lo haya escrito un matón venido a presidente con delirios de faraón. La poesía no se juzga por quién la escribe ni para quién. Es una breve reseña en clave de la evolución de la vida, de sus miserias y sus tristezas, de sus recuerdos más dolorosos que a veces, algunas pocas, se convierten el bellisímos poemas.
En fin, un libro ideal para quien quiera reunir en poco espacio a casi todos los poetas que han nacido y escrito desde poco antes que México fuera un país independiente.