México bien podría ser considerado
un país de ingratos, porque mientras que Estados Unidos colmó de glorias a sus
libertadores, aquí fueron fusilados. Los dos generales victoriosos que entraron
a la ciudad de México pregonando que el país era una patria independiente y
libre, Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero, fueron pasados por las armas. Ambas ejecuciones de mandatarios mexicanos y a la vez libertadores por parte del propio Estado, metieron en un dilema al PRI al momento de reescribir la historia. No se podía glorificar sin rayar en la hipocresía a dos hombres que México mismo había fusilado. Así que todas las glorias fueron recorridas hacia atrás, hacia Morelos e Hidalgo, porque a éstos, aunque no consumaron la liberación del país, los mató España, no México. Ellos podían ser considerados mártires y no víctimas de sus propios compatriotas, como Guerrero e Iturbide.
Años después, tras muchos
presidentes que salvaron la vida de milagro, fueron fusilados Miramón y
Maximiliano, este último, como Iturbide, también en calidad de emperador. El propio
Santa Anna estuvo a punto de poner el pecho al fuego de los fusiles, y si no
fue así se debió a que sus jueces, al considerarlo poco peligroso en su calidad
de octogenario, le perdonaron la vida, acto que desató la ira de Juárez.
Al consumarse el Porfiriato, años después de la caída del segundo imperio, ya parecía que México se había convertido en un país
civilizado, donde se respetaba la figura del presidente. Nada más lejos de la
realidad. Cierto que Díaz fue respetado, que logró darle solidez al cargo, pero
todo eso acabó con su defenestración.
La revolución mexicana se cargó
la vida del presidente Madero y su vicepresidente Pino Suárez. Pero allí no se
aplacó la fiera. Carranza, el vengador de Madero, igualmente fue asesinado sin
miramientos. Y, por último, Álvaro Obregón, el triunfador absoluto de toda la
matanza que despobló al país, también pagó su amor por el poder con el cuerpo lleno de balas.
Ahora a nuestros presidentes les
da por gastar mucho y meter de sobra la pata. Ya no le temen al pueblo porque
hace casi 90 años que no le cobra a un gobernante sus errores con la vida. Quizás
porque el pueblo está adormilado, a nuestros nada admirables políticos se les
ha olvidado que no por dormido deja de ser una fiera indomable cuando le colman
la paciencia.
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