sábado, 1 de septiembre de 2012

El día que Maximiliano enfrentó al pelotón de fusilamiento


A pesar de que el de Maximiliano fue un fusilamiento público, con 4.000 soldados entre los mirones, hay diversas versiones sobre lo que ocurrió en el Cerro de las Campanas la mañana del 19 de junio de 1867. Pero confiando en los historiadores más fiables es posible reconstruir las cosas de manera que puedan ser contadas casi tal como pasaron.
Sabemos que Maximiliano se levantó muy temprano. Es probable que no haya dormido. Ni un valiente muy valiente duerme sabiendo que en unas horas lo matan. Eran las 3:30 de la mañana cuando el Emperador se puso de pie. A esa misma hora, muy lejos de allí, tenía por costumbre levantarse su hermano mayor para trabajar. Él también era un gran madrugador. Como mayor prueba están las memorias de su secretario particular, José Luis Blasio. Así pues, se levantó a una hora común para los Habsburgo.
Maximiliano se vistió elegantemente de negro. Después recibió a su confesor, el padre Soria. Éste celebró una misa frente a los tres condenados. El más conmovido era el general Tomás Mejía, un hombre profundamente católico.
Al terminar la misa prosiguió el desayuno, en el que Maximiliano hacía cuanto podía para mostrarse animado. Mejía continuaba muy serio, como siempre había sido, y Miramón, siendo quizás el mexicano más valiente de la época, no daba la menor muestra de preocupación, como había venido haciendo desde que terminó el sitio de Querétaro y fue hecho prisionero.
A las 6:00 llegaron por ellos. El hombre designado para llevarlos al Cerro de las Campanas, a un kilómetro de la ciudad de Querétaro, era el temiente coronel Carlos Margain. Los tres fueron subidos en carruajes diferentes, acompañados cada uno por un cura, el encargado de ayudarlos a mantenerse de una sola pieza en el momento más difícil de sus vidas.
Al llegar al lugar señalado para la ejecución, los tres hombres descendieron con total normalidad en sus rostros, enhiestos, resignados a morir y dispuestos a hacerlo con el honor por delante. Es cierto que el general Mejía andaba con dificultad, pero se debía a que estaba muy enfermo desde tiempo atrás. Casi durante todo el sitio de Querétaro su salud había estado muy débil. Y el hecho de que su mujer al salir del convento rumbo al Cerro de las Campanas se haya echado a correr llorando detrás de su carruaje lo había quebrantado más.
Maximiliano le ofreció a Miramón ocupar el lugar de en medio, el lugar de Cristo, flanqueado por él y Mejía, para reconocer su enorme valor, que nadie ponía en duda. A Mejía también le dio las gracias. No era para menos. Desde que llegó a México había sido su más fiel soldado. Después los tres se dieron un fuerte abrazo. Sabían que les quedaban pocos segundos. El Emperador le dio su sombrero y su pañuelo a su fiel cocinero, José Tüdös, y le dijo en húngaro que por favor se los llevara a su madre, a Austria.
Cada uno habría de ser fusilado por un pelotón de cuatro soldados. Maximiliano les dio unas monedas a los cuatro que a él le tocaban rogándoles que no le disparan en el rostro. Quería que su madre, si lo volvía a ver, lo viera en buen estado. Después se dedicó a decir sus últimas palabras, que según los historiadores, fueron éstas:

Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y la libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!

Después habló el general Miguel Miramón, en un largo discurso para el momento, alegando que no era un traidor. Y es cierto, él nunca luchó contra su país, siempre por él, a su modo, claro, pero por su país.
Mejía, haciéndole honor por última vez a la seriedad de su raza, no dijo una palabra. Estaba profundamente concentrado en su fe católica, con un crucifijo pegado al pecho, junto a la medalla que por su valor se había ganado en la Batalla de la Angostura.
Margain, quien también dirigiría a los pelotones, se acercó a Maximiliano para pedirle que lo perdonara. Pero el Emperador, amablemente, como lo fue toda su vida, le dijo que él sólo cumplía su deber como militar y que nada tenía que perdonarle. Margain se alejó, dio las primeras órdenes y levantó su espada, gritó fuego con todas sus fuerzas y los doce fusiles escupieron sus cargas. Los tres hombres cayeron al suelo, Miramón ya muerto, Mejía agonizando en silencio y Maximiliano gritando en español, el último idioma que aprendió de los muchos que sabía, ¡hombre!, ¡hombre!
Margain fue junto a él, acompañado de un soldado, con su espada le señaló el corazón imperial, el soldado puso allí el cañón de su fusil e hizo fuego. Cuando el eco se disipó Maximiliano ya estaba muerto.

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