Después
del 5 de mayo de 1862, tras perder los franceses la batalla al intentar tomar
Puebla, Napoleón III y Juárez cambiaron a sus comandantes. Napoleón comprendió
que el conde de Lorencez no podría llegar muy lejos y envió para sustituirlo al
experimentado general Frédéric Forey. Juárez confiaba más en su fiel general
Zaragoza que en su mano derecha, pero tras morir éste inesperadamente por una
angina de pecho lo sustituyó por un general menos capaz y su rival en las
pasadas elecciones presidenciales.
El nuevo
comandante del ejército mexicano era Jesús González Ortega, un general que en
realidad no era tal. Había estudiado abogacía, pero las circunstancias de la
época, con su país lleno de revoluciones, lo obligaron a tomar las armas. Un
autentico anticlericalista y antimonarquista es lo que indudablemente sí era.
En la ciudad de San Luis Potosí un año antes había mandado derribar hasta la
última piedra de un templo que tenía una corona de rey en el capulín. No era
precisamente juarista y las afinidades ideológicas entre ambos no eran muchas,
pero ante las circunstancias tan críticas en ese momento se llevaban bien,
tanto que Juárez le había dado el mando del ejército que habría de defender al
país de la invasión extranjera.
El
mencionado ejército no era muy numeroso, pero sí el más grande que se había
reunido para una sola batalla en el México independiente: 21,000 hombres. Los
franceses eran más, Napoleón ya no quería otra humillación y mandó a México
considerables refuerzos. Sus tropas se componían de 28,000 efectivos. A éstos
había que sumarles el ejército que los mexicanos monarquistas y aliados de los
franceses habían dispuesto para luchar contra sus compatriotas, que consistía en
una cantidad nada despreciable de 7,000 soldados.
La batalla
comenzó el 20 de marzo de 1863, con combates verdaderamente crueles y
prolongados, algunos duraban toda la noche, dentro de la ciudad y a
bayoneta. Puebla pronto fue un sembradero de cuerpos insepultos de ambos
bandos. Forey y González Ortega solían hacer treguas para intercambiar
prisioneros, los mismos que pronto volvían a combatir y a dejar el pellejo en los muchos cambos de batalla que había en la ciudad.
La
situación para los mexicanos pronto tomó tintes drásticos, las municiones y la
comida disminuían con mucha rapidez. Los ciudadanos de Puebla, al no poder
salir porque los franceses lo impedían a cañonazos, se estaban muriendo de
hambre. La intención de Forey era precisamente rendir a González Ortega por la
presión que causaban los civiles con sus muchas carencias.
Sin
embargo, el general mexicano continuó resistiendo y mostrándose apático ante
las suplicas de las familias poblanas, que ya querían, antes que cualquier otra
cosa, comer. La situación para estos desdichados cambió cuando a los mexicanos
se les terminaron las municiones. González Ortega comprendió que ya no podría
seguir peleando. Mandó destruir hasta el último fusil que hubiera podido ser
útil a los franceses y se rindió. Habían pasado dos meses desde el inicio de la
batalla. De los 21,000 soldados mexicanos quedaban 9,000 rostros hambrientos y
demacrados. Cuando Forey vio a los oficiales de más alto rango se quedó
sorprendido. Eran todos muy jóvenes, además de sastres, seminaristas, abogados
y muy pocos militares en realidad.
Ésa fue la segunda
batalla de Puebla, de la que nadie habla porque se perdió. Pero se perdió
porque el ejército mexicano era más reducido que el invasor, no había armamento
suficiente y la preparación de los oficiales, de los que tomaban las decisiones
importantes, era casi inexistente. Lo que hubo ahí fueron valientes, muchos que
abandonaron su oficio para ir a defender a su país, y ellos sí merecen ser
recordados.
GLORIA A NUESTROS HEROES QUE MURIERON, SIEMPRE TENIENDO LA SOMBRA DE UNA SOCIEDAD POLARIZADA; COMO LA TENEMOS HOY EN DIA QUE SOLO AYUDA A PERDER BATALLAS
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