sábado, 15 de septiembre de 2012

La Batalla de Puebla, ¿proeza exagerada?


Me refiero a la primera, la del 5 de mayo de 1862, porque en Puebla hubo dos. La primera duró menos de un día, la segunda duró dos meses, los mexicanos dieron muchas más pruebas de valor y se derramó mucha más sangre. Pero como al final se perdió, casi nadie  quiere mencionarla.
En la primera, la que celebran hasta en la Casa Blanca, los ejércitos fueron mucho más reducidos que en la segunda. En números cerrados, el general Ignacio Zaragoza tenía a su mando 5.000 hombres. Muchos no habían desempeñado nunca el oficio de soldado, otros tantos no hablaban español y muchos otros andaban descalzos y con el estomago si no a medio llenar vacío.  
El armamento que tenían era muy precario e insuficiente. Los artilleros no tenían un arma maniobrable, así que si su cañón era inutilizado ya sólo podían morir como valientes o correr como cobardes sin la posibilidad de defenderse. La única ventaja que tenía Zaragoza era que estaba protegido en los fuertes de Loreto y Guadalupe, y la aprovechó muy bien.
Del lado francés, el conde de Lorencez tenía 6.500 hombres, todos soldados de oficio y veteranos de la reciente guerra contra Austria. Su armamento también era de primera calidad y tenían todo el que les hacía falta. El problema de ellos era su comandante, Lorencez, un hombre profundamente vanidoso que no creía que los mexicanos pudieran plantearle un problema serio.
Nada más empezó la batalla quedó en evidencia algo que todos vieron menos Lorencez: que Zaragoza tenía un ejército débil, pero no tanto, y que de tonto no tenía un pelo. Para su fortuna, Lorencez demostró tenerlos todos. Durante el transcurso de la batalla ordenó ataques que si no fueron absolutos fracasos se debió al valor de sus soldados, desafió negligentemente a la caballería mexicana, que le dio no pocos sustos, y, el colmo de la idiotez: puso su mejor artillería a disparar, sí, pero a una distancia a la que no podía alcanzar a su enemigo. Hasta Napoleón III lo supo y no lo podía creer. 
Lo mejor que hizo Lorencez fue entender que había perdido a tiempo, y eso lo obligó a retirarse, pero en orden. Porfirio Díaz quiso seguirlo con la caballería, pero Zaragoza se lo impidió. Era un general inteligente y sabía que cuando un ejército se retira ordenadamente puede defenderse. Santa Anna, muchos años atrás, por no saber eso perdió una pierna.
Las bajas francesas fueron, en números redondos, de 500 hombres, pero no todos muertos. Aun así los franceses comprendieron que no podían subestimar a su enemigo e incluso que todo el ejército expedicionario corría peligro si Napoleón no enviaba pronto refuerzos y cambiaba de comandante.
Muchos historiadores opinan que si bien Zaragoza tuvo gran merito, no podía perder esa batalla. No era  posible que  6.500 hombres fueran capaces de llegar hasta la mismísima capital y poner su bandera encima de Palacio Nacional. Todo invita a pensar que Zaragoza, valiente y buen militar, hizo bien su trabajo, pero no una proeza irrealizable.
Lamentablemente al joven general -tenía 33 años- se lo cargó una angina de pecho poco después de vencer a los franceses. Hizo mucha falta un año después, en la Segunda Batalla de Puebla, pero ésa es una historia que merece entrada aparte.

3 comentarios:

  1. Libros que me recomiendes sobre esta etapa de la historia mexicana

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  3. buenas tardes, quien haya escrito el pasado artículo me podría esscribir a dchitler@gmail.com

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