Agustín
Fischer fue un personaje muy importante durante el Segundo Imperio mexicano.
Hacia el final, fue el hombre de más confianza de Maximiliano, y antes de eso
fue su representante ante el mismísimo Papa, con quien trató de lograr un
acuerdo respecto a las tensas relaciones que había entre la Iglesia y el Estado en
México.
Los
historiadores están de acuerdo en que el padre Fischer era un hombre muy hábil,
excelente negociador, culto, políglota y amante de la belleza femenina. Todo lo
anterior invita a pensar que se trataba de un aristócrata austriaco, metido a
religioso como el segundón de una familia noble, la misma que lo había provisto
de una impecable formación moral y académica, y que había viajado a México
formando parte del sequito de ochenta y tantos personajes que llegaron junto
con Maximiliano. Pero no es así.
La
realidad es que Fischer era de origen alemán, nacido en 1825, en una familia
demasiado humilde. Siendo apenas un adolescente emigró a los Estados Unidos
para escapar de la policía después de protagonizar una pelea y para buscar
fortuna. El viaje terminó en un naufragio donde murieron una tía suya y varios
primos, pero él sobrevivió.
Sabiendo
que no era fácil superar la pobreza en sus condiciones, hizo acopio de su
disciplina alemana para llenarse de conocimientos y buscar la manera de
sobresalir. Aprendió rápido el inglés y el español y se hizo cura jesuita, la
única posible carrera universitaria a
la que podía aspirar. Pero su condición de sacerdote no le impidió tener mujer
e hijos, aunque no se casó.
Emigró al
norte de México, dejando a su familia en Estados Unidos, y se estableció en
Durante, donde llegó a ser secretario del obispo en turno. A estas alturas ya
le daban frutos su cultura y su fuerte carácter, características suyas que
todos notaban. Al parecer intentó ennoblecerse inventando que descendía, por
línea bastarda, de los reyes de Wurtemberg. O alguien más dio pies al rumor,
porque se puede leer en algunos libros.
Su buena
posición ante el obispado de Durango la perdió por tener una vez más líos de
faldas. En México, al igual que en Estados Unidos, no desistió en su interés
por reproducirse. Pero aun así logró tener una buena posición ante el clero
mexicano y aunado a ello ante el propio partido conservador. En 1863 fue
enviado a Roma, donde permaneció un año y logró estar allí cuando el ya
emperador Maximiliano fue a visitar al Papa. En Roma se conocieron, pero sus
relaciones se fortalecerían más adelante.
Amigo de
un terrateniente mexicano de nombre Carlos Sánchez Navarro, perjudicado por el
mapa del Imperio que dividía el territorio nacional en cincuenta entidades, fue
ante el emperador para interceder por él. Fischer logró causar una gran
impresión en Maximiliano. Al parecer el monarca vio en él cualidades para
ejercer difíciles tareas diplomáticas. Entablaron cierta amistad, hablaban
siempre entre ellos en alemán y poco a poco el padre logró ganarse la confianza
del emperador.
A Fischer
se le encomendó la tarea de redactar un concordato para arreglar las relaciones
del Imperio con la Iglesia
y fue enviado a Roma con la misión de conseguir que el Papa lo aprobara. En la Ciudad Eterna el padre se hizo
de buenas y poderosas amistades, incluso no le dieron un no definitivo respecto
a su concordato y le hicieron creer que podía ser aprobado. Pero el Imperio
mexicano se estaba cayendo a pedazos. No tenía el Papa razón alguna para
molestarse en llegar a un acuerdo con un Imperio que pronto dejaría de existir.
El padre
regresó a México y se encontró con la noticia de que el emperador estaba pensando en escaparse del país. Con ello le entró una gran preocupación. Si Maximiliano se
marchaba el partido conservador sería destruido por Juárez y él sería
perjudicado por partida doble. Ya se veía viviendo en un paupérrimo pueblo y sobreviviendo con las limosnas que las generosas ancianitas echaran en la
charola, y ese porvenir no le agradaba. Si el emperador se quedaba y triunfaba
él bien podía llegar a obispo.
Gracias,
en gran medida, a los esfuerzos de Fischer, Maximiliano se quedó en México. Su
estrategia consistió en no permitir que el emperador se entrevistara con
cualquier persona que pudiera recomendarle partir rumbo a Europa para salvar la
vida. Estuvo en la capital cuando ésta se rindió ante Porfirio Díaz. Fue
arrestado y encarcelado por algunos meses. Pero los juaristas no fueron muy
duros con él, incluso trataron de contratarlo para que escribiera la historia
de aquel cruento período. Fischer no aceptó, quizás pensando que en Europa le
iría mejor. Pero allá se encontró con que era acusado de haber retenido en
México a Maximiliano y con ello responsable de su muerte.
Esos
rumores eran desde luego muy ciertos, y le cerraron al padre todas las puertas
que tocaba y le acarrearon desgracias. Pero su precariedad no fue tanta como para morir de hambre, aunque pasó épocas de escasez. Regresó a México con el proyecto de fundar una especie de escuela que acabó en un rotundo fracaso por falta de dinero. Después fue preceptor de los hijos de una familia acaudalada, lo
que mejoró por algún tiempo su precaria situación económica, pero jamás volvió
disfrutar de la abundancia como lo hizo gracias a Maximiliano. Murió a la edad 62 años y está sepultado en el Panteón Francés en la ciudad de México. A fin de cuentas, como personaje histórico es más mexicano que alemán.
A muchos
historiadores les ha causado gracia que la mano derecha del emperador casi al final
del Imperio fuera un cura con tan mala fama. Fischer, más que por ser un hábil
diplomático, hombre culto y políglota, era conocido por los mexicanos de su
tiempo por las dificultades que tenía para mantenerse célibe y sobrio.
Aunque
nunca fue a Querétaro durante el sitio de la ciudad, en París sirvió como
modelo para una pintura de Maximiliano poco antes de morir, en el momento en
que se está despidiendo. En el cuadro, Fischer, sustituyendo al padre Soria,
último confesor del emperador, se lleva una mano al rostro para contener el
llanto mientras Maximiliano trata de consolarlo, y junto a ellos un soldado
juarista espera impaciente a que terminen las despedidas.
En
Alemania, su país natal, se han escrito algunas biografías sobre Fischer, cosa
que no ha ocurrido en México. Quien más datos ha aportado sobre él aquí es el
historiador austriaco Konrad Ratz,
ocupado desde hace décadas en estudiar el Segundo Imperio. Pero indudablemente
hace falta una autentica biografía de Fischer escrita en español. Hay regada
suficiente información en los libros para lograrla, sólo hace falta que alguien
se dé a la tarea de recopilarla y analizarla. Fischer es uno de esos personajes
que prometen una biografía no poco interesante.
En la genial película
mexicana Las fuerzas vivas, estrenada
en 1975 y protagonizada por Héctor Suárez y David Reynoso, entre otros, el
intransigente, manipulador, violento y dominante cura del pueblo, interpretado
por Víctor Junco, siempre me ha recordado mucho a Fischer. Dudo si está
inspirado en él, pero el parecido es notable.